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Hora cero

 Texto de Lisandro Duque Naranjo

  Muchos orientadores de opinión, de buena fe, se debatieron, en las vísperas del 28 de abril, en el dilema ético entre la incitación al contagio (ir a las marchas) o un llamado a la protesta sin abandonar la cuarentena, es decir, virtual (quedarse en la casa y hacer cacerolazo o manifestarse en redes y con tuiteratones). Obviamente nadie quiere cargar con la responsabilidad diferida, dentro de 15 días, por la subida de la curva de la pandemia, que seguramente ocurrirá.

  Para mermarles complejo de culpa a los primeros, hay un argumento obvio, pero imprevisible antes de las marchas gigantescas del miércoles: para un trabajador no hay mucha diferencia, en términos de salud, entre tomar un Transmilenio para dirigirse al trabajo o hacerlo para protestar contra la indignidad de soportar un Gobierno tan tarado como el actual, que incluso al ingreso al túnel blanco le quería instalar un peaje para cobrar un impuesto, no se sabe si en artículo mortis o póstumamente, para que el difunto llegara al más allá endeudado.

   De modo que quien salió a marchar superó el dilema con facilidad: si me voy a enfermar, por lo menos que el contagio me agarre protestando. El 28, sin duda, lo que se vio fueron muchedumbres en un trance casi nihilista o místico, algo así como gritando: “Si nos vamos a morir, vayámonos enfermando”. Aun así, casi todo el mundo llevó su tapabocas, pequeña prenda estratégica, como para dejar constancia de que no estaban para jugársela toda, sino albergando la esperanza de que ahorraban vida para las próximas jornadas. En la suposición —ya no tan cierta— de que a los jóvenes el COVID-19 los puede atacar, pero no alcanza a matarlos, el mayor porcentaje de manifestantes fueron jóvenes. Estuvieron, pues, colmados de heroísmo y de drama esos cientos de miles de ciudadanos que tal vez por primera vez en la historia de Colombia no dejaron un solo pueblo, por pequeño que fuera, sin llenar las calles con su rabia. La vibración que transmitieron esas marchas —incomparables con las anteriores— marca un punto cero de ruptura que tendrá repercusiones en todos los órdenes, incluido, por supuesto, el electoral, pero que lo trasciende hacia destinos más inéditos y transgresores. El solo inicio de la fecha, muy tempranero —la tumbada de la estatua de Sebastián de Belalcázar en Cali, por los misaks—, les otorgó a las marchas una significación simbólica en el sentido de que los privilegios antiguos entran en proceso de liquidación. Que al siglo XXI de verdad le sobran los grilletes y los cepos del viejo orden feudal que no han permitido nuestro ingreso a la modernidad.

   Imaginándose todo eso, el establecimiento agotó sus previsiones enviando tropas a todas partes, hasta quedarse corto. Y por supuesto, reclutando “vándalos”, aunque algunos van por cuenta propia, saqueando televisores que los marchantes les hicieron devolver. El hecho es que, salvo en Cali y Medellín —donde lo que robaron fueron cascos de motocicleta, además de romper vidrios de bancos y de carros de alta gama—, no pasó mayor cosa. En Bogotá, quienes apedrearon al Esmad en el Palacio de Justicia —puro “fuego amigo” concertado— no le hicieron ni cosquillas a la muchedumbre, que ni cuenta se dio. Fueron simple ripio perdido en la marejada. Los alcaldes de Cali y Bogotá ordenaron toques de queda, el primero a la 1 p.m. y la segunda mandó a irse a la casa a las 2 p.m., pero nadie les paró bolas. Hay funcionarios así