Texto de Lisandro Duque Naranjo
Del holocausto del Palacio de Justicia (6 y 7
de noviembre de 1985) quedaron, si acaso, para la memoria colectiva, las fotos
de quienes constituían la plana mayor de los magistrados de la Corte Suprema de
Justicia y del Consejo de Estado inmolados en ese acontecimiento demencial.
También, la grabación sonora y desesperada del magistrado Alfonso Reyes
Echandía pidiéndole en vano al presidente Betancur ordenar el cese al fuego. En
las placas conmemorativas del suceso erigidas en 2015, atendiendo la sentencia condenatoria
de la CIDH, no fueron esculpidos los nombres de los magistrados auxiliares
inmolados y mucho menos los de unas 55 personas más —distintas a los 35
guerrilleros del M–19— que conformaban el personal de cafetería y aseo,
estudiantes de derecho, abogados litigantes, secretarias, mensajeros, etc.,
para un total de 104 muertos.
De todos estos ignorados, o al menos de la
mayoría que le fueron accesibles por los archivos, se ocupa Helena Urán
Bidegain en su libro Mi vida y el Palacio (6 y 7 de noviembre de 1985). Pero el
nervio de su relato está puesto en la reconstrucción de la trayectoria de su
padre, Carlos Horacio Urán, magistrado auxiliar del Consejo de Estado, de quien
existen pruebas fehacientes (y colectivas, pues todo el país lo vio por televisión
saliendo vivo del Palacio el 7 de noviembre a las 2:17 p.m.), de que fue
torturado y asesinado a quemarropa (ejecución extrajudicial), llevado luego su
cuerpo a Medicina Legal en condición de “guerrillero” y, finalmente, trasladado
a las ruinas calcinadas del Palacio, en donde se lo reportó como víctima del
“cruce de disparos”.
La autora revela hechos que pudieron haber
determinado que su padre fuera un hombre que, después de salir con vida junto a
muchos otros sobrevivientes, estaba condenado de todas maneras a morir: había
escrito, un año antes, para el CINEP, un artículo sobre “Una nueva política
para las Fuerzas Armadas”, en el que proponía una reestructuración completa del
Ejército. Y agrega que si lo descubrieron en la Casa del Florero y se cebaron
en él para obtener su identificación plena fue porque era moreno y vestía de
manera muy informal, lo que al decir del general Fracica, a propósito de otros
sobrevivientes que fueron llevados a un cuarto de “especiales”, “les ayudó su
indumentaria y aspecto para no ser tomados como magistrados”.
La autora, que tenía diez años en 1985,
reconstruye la pesadilla que fue su existencia y la de su familia, su mamá y
tres hermanas, a partir de esa tragedia. Voces sigilosas le recomendaban a su
mamá que se fuera de Colombia, lo que determinó un peregrinaje por varios
países: EE. UU., España, Uruguay, y aunque es de España, el País Vasco también.
Enfatizo esto porque, siendo niña y habiendo aprendido el inglés en tres años
en los Estados Unidos, el castellano de Bogotá se le confundió un poco y sus
condiscípulos de Euzkadi le reclamaban expresarse en euskera. Un enredo.
Las consecuencias emocionales del destierro
para esta niña, adonde iba cargaba con la imagen de un padre muy afectuoso, se
deben a ese holocausto que siempre nos arderá en la memoria. Con tantas vueltas
de la vida, Helena Urán Bidegain se volvió una políglota, sin proponérselo,
pero el libro Mi vida y el Palacio es una prueba de que jamás se le perdió el
idioma paterno —su madre es uruguaya—, el que maneja de forma excepcional.