Tratándose de un acusado de cualquier delito,
todo el mundo, principalmente los jueces, deben presumir la inocencia hasta
cuando haya pruebas o confesión de parte. Solo cuando estas existan, el acusado
deja de ser inocente y puede ser condenado.
Hay un personaje sobre cuyo nombre se acumulan
tantas presunciones de inocencia por diferentes delitos, que uno se extraña de
que ninguna de ellas, aunque fuera por aproximación, logre dar en el blanco de
la prueba reina o de la culpa. ¿Cómo es posible que alguien tan cercano a la
sospecha, en tantas épocas y lugares, por hechos punibles tan diversos, y
aunque cuente con tantos abogados, no haya incurrido en algún error? Dudo de
que ese personaje sea demasiado perfeccionista y que en virtud de eso no haya
dejado huella alguna de su vasta y promiscua trayectoria criminal. Soy lector
de novelas policíacas y, aunque entre mis preferidas no están propiamente las
de Agatha Christie, me atrae de esta autora el que en sus obras, de comienzo a
fin, hay una sucesión de falsos culpables —el primo del muerto, el buscador de
fortuna, el heredero ilegítimo, la amante— que terminan resultando libres de
culpa, para al final descubrirse que el asesino fue el mayordomo. En cambio, a
propósito del personaje de quien me ocupo, quienes caen son el jefe de
seguridad, el primo, el ministro, la asesora, el general, etc. El resto se
fugan a tiempo, y el autor intelectual, el personaje, a quien servían reos y
escapados, permanece incólume. El autor policíaco más de mi gusto es Georges Simenon,
creador del inspector Maigret. En las obras de Simenon, el culpable se conoce
desde un principio, y por lo regular termina exhausto de huir y se entrega. Y
eso que la conciencia lo acosa por un solo crimen apenas, mientras que nuestro
personaje sobrelleva 240 presunciones de inocencia por todo un surtido de actos
punibles: aeropuertos ilegales, Convivir, finca La Carolina —una especie de
pavorosa casa de Usher—, El Aro, La Granja, zonas francas, falsos positivos,
Comuna 13, AIS, una violación carnal, Pedro Juan Moreno, helicóptero de
Tranquilandia, “chuzadas”, y para no fatigar al lector se puede dar un salto y
cerrar la lista en las 103 hectáreas aquellas, una de sus penúltimas hazañas.
Es obvio que un espécimen de esas condiciones tiene un poder de arrastre enorme
entre los delincuentes que se le arriman, pues allí encuentran encubrimiento y,
sobre todo, figuración en listas y manos sueltas en contratos y nóminas. Casi
podría decirse de este personaje que, para identificarle las villanías,
bastaría agarrar un código, escoger las que no ha cometido y quedarse con el
resto. Se ganaría tiempo.
Habría que pensar en enriquecer el repertorio
de figuras jurídicas castigables —que éticamente hacen falta, y no solo para
él—, lo que permitiría pillarlo colectivamente en tal cantidad de flagrancias
que harían viables varias condenas. Aunque sea por cuotas de semanas, que en su
caso sumarían años. Por ejemplo, lo que dijo cuando el beisbolista Rentería le
regaló su bate metálico y exclamó, blandiendo ese armatoste: “¡Ah, bueno esto
para golpear a los ladrones!”. O aquello de que “a los ladrones hay que
hacerles gavilla”. Y así, pasando por “no estarían cogiendo café”. Se cuentan
por docenas en su historial esas incitaciones al crimen, que el populacho ha obedecido.