Un texto de Lisandro Duque Naranjo
Creo que influye mucho en la indisciplina de la
gente durante la cuarentena —eso de armar pachangas “clandestinas”, por
ejemplo— el hecho de que ni los muertos ni los entierros son visibles. De
repente los fallecimientos y las ceremonias fúnebres —motivos ancestrales de
convocatoria para disertar en grupo sobre la brevedad de la vida y filosofar
acerca de la eternidad— comenzaron a ocurrir en la penumbra, incluso en secreto
y sin que necesariamente el difunto haya cumplido el requisito de morir de
COVID-19. Casi que hoy en día no se muere, sino que se desaparece. Y
enfermedades distintas al coronavirus parecieran cosa del pasado o
monopolizadas por ese mal de moda. “Tenía cáncer, pero como eso le afectaba los
pulmones, pues se la llevó el virus”, se dice. Los cadáveres ya no salen por la
puerta de la funeraria, negocios estos clausurados como los restaurantes y las
salas de cine, pues no hay exequias —tan prohibidas a su vez como los
conciertos—, sino que son sacados subrepticiamente por un pasadizo, con un
acompañamiento exiguo, hacia quién sabe qué horno crematorio o fosa.
El no poder constatar que alguien ha expirado,
y no sentir ni rezos, flores, llantos, carros negros, deudos, etc., impide
hacer tangible ese momento final y le resta solemnidad a lo póstumo. Semejante
bajada de estatus a la fatalidad produce la sensación de que la muerte ha
dejado de existir. Y como además casi todos los extintos durante la cuarentena
llevaban sus meses sin ser vistos por parentela y amistades, el duelo para
estas se hace más llevadero. En cuanto a la calamidad hospitalaria, con
infectados tirados en los pasillos por falta de médicos y de camas, es obvio
que las prohibiciones de ingreso a más de dos dolientes por enfermo le permiten
al establecimiento mantener en lo furtivo la saturación dantesca de personas en
estado crítico o terminal. El genocidio perfecto.
En estas circunstancias, y no necesariamente
por indisciplina social —aunque también hay de eso—, es comprensible que los
todavía aliviados —o como se les dice ahora, los asintomáticos— se crean que la
muerte es mentira y que la Organización Mundial de la Salud es un antro de
conspiradores. Además de que en las cifras diarias que se televisan aparecen
más “recuperados” que infectados y fallecidos, lo que les permite a los
optimistas creerse inmortales, de modo que arrojan el tapabocas.
Así las cosas, no debe sorprender que haya
tanta rumba. Lo báquico puede deberse a la incredulidad en la pandemia, pero
también al hecho de que, por sentir temor ante ella, se acude a la fiesta a
manera de despedida dramática por constituir un penúltimo acto de la vida:
“Para tres días que vamos a vivir...”. También para experimentar ese nihilismo
azaroso pueden perfectamente decidirse muchas personas a aprovechar el día sin
IVA para irse a comprar su sueño de siempre: un televisor de 65 pulgadas.
Lo curioso de todo esto es que esos extremismos
existenciales solo son propios de los pobres y la clase media. Una especie de
circo romano en el que se juegan la vida frente a los pequeños emperadores y
los grandes empresarios.
Y el detalle intelectual: en Comala, el pueblo
de Pedro Páramo, solo los muertos transitan las calles y habitan las casas.
Aquí, en esta ciudad del siglo XXI, los muertos se la pasan escondidos.