Por: Lisandro Duque Naranjo
¿Al desaparecer esta pandemia, los humanos que
sobrevivan van a valorar, con un ánimo rectificatorio, aquello que durante la
cuarentena se manifestó como una alucinación? Por ejemplo, la atmósfera se
depuró y, como lo acabo de ver en una foto tomada desde la calle 26 con 7ª, el
nevado del Tolima se le descubrió completo a Bogotá, como si lo hubieran
trasteado para Fontibón. Algunos zorros sabaneros se aventuraron a fisgonear
por antejardines de barrios del norte. Los delfines, por docenas, armaron un
mapalé en Buenaventura, a 200 metros de la playa, apenas el mar se limpió de
grasas y de botellas de plástico. Hay jabalíes caminando por las Ramblas de
Barcelona y alces mirando vitrinas en Boston, y así sucesivamente con esa fauna
que anda de turismo por las grandes metrópolis del mundo. Una caricatura
mostraba a varios animales libres mirando al género humano enjaulado. Un
agujero en la capa de ozono encima de la Antártida está reduciendo su diámetro.
Y China se deja contemplar absolutamente despejada, desde un satélite.
Tanto tiempo que llevaba la humanidad, o una
parte de ella, deseando una tregua con la naturaleza para descontaminarla,
calculando que harían falta años para que se ofreciera en su esplendor, y
resulta que ni siquiera llevamos un mes encerrados y eso le ha bastado a una zoología
arisca para que se reporte con cortesía visitando al Homo sapiens, que la había
espantado hacia los extramuros de la selva depredada. También fueron
suficientes menos de 30 días para que unas aguas tóxicas —en el mar, en los
ríos— se depuraran de los desechos habituales, y los cisnes, como hijos
pródigos, volvieran a retozar en Venecia. Qué equilibrio tan noble y rápido el
de todo lo que ha estado vivo. ¿Cuántas especies que suponíamos extinguidas
reaparecerán?
Por las buenas, el planeta puede convertirse en
algo parecido a una arcadia silvestre. Las cuarentenas podrían ser periódicas,
voluntarias, para restaurar el paraíso perdido. Eso se puede negociar: que el
pico y placa sea más drástico. Que el pico y cédula humano se vuelva
permanente. Que se reestructuren los horarios en las fábricas y colegios para
que mitad de la humanidad teletrabaje y la otra mitad sea presencial. Que no
haya glifosato. Que los mineros depongan sus mercurios y sus máquinas
amarillas. Y hasta el oro, pues debe fundarse un nuevo patrón. Que no tenga un
solo ciudadano que subirse a un árbol en el Park Way para salvarlo. Ese gesto
individual, con ese árbol solitario, va a salvar muchos árboles, bosques
enteros, en lo que sería el inicio de un nuevo orden mundial. Y eso que ese hombre
quizás ignoraba que fue por un bosque deforestado en la China —para instalar
una hiperindustria de ganado— que los murciélagos vieron invadido su hábitat y
tuvieron que migrar, estresados, con su genética alterada, llevándoles un virus
—otro coronavirus— a los cerdos de una megagranja en la que perecieron de
fiebre 25.000 animales en 2016*. Adiós a Trump, Bolsonaro, Lafaurie.
Pero es que además hay que crear una renta
básica (llamémosle salario mínimo a eso) incluso para los que no trabajan. Y
ponerle una veda a la viajadera en avión. Pero sobre todo, desarrollar la
ciencia desde la primaria, llevar la atención médica hasta los confines y
arrebatarle la salud a las garras del mercado.