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Llegó la peste


Texto de Lisandro Duque Naranjo
Las epidemias son antiquísimas, y las recientes que ha habido acá -el dengue, por ejemplo- solo han afectado a poblaciones marginales, un dato casi folclórico para los citadinos que cuando viajan a ellas se apertrechan de Caladryl, toldillos y frascos de vitamina C. Así que las grandes ciudades son primerizas en estas lides. La novela La peste, de Albert Camus, parece una crónica de cuanto está pasando en el planeta en estos últimos dos meses, y tuvo como preludio una rata mojada y tambaleante que de repente se derrumbó en una oficina echando sangre por su hocico. Esa rata fue la primera de 8.000 roedores que salían de las alcantarillas a morir en la superficie y que al final fueron incinerados en una gran pira. Ya consumada la humareda, empezaron los humanos a perecer por cantidades.

Hace una semana, en la cárcel Modelo, la guardia acribilló a 23 reclusos que, desesperados por el hacinamiento, prefirieron exponerse a las balas -quizás para morir de contado- en lugar de esperarse a que la lentitud del virus se los fuera llevando con sus espasmos pulmonares entre la montonera de cuerpos urgidos de agua para sus gargantas resecas y sus pieles sudadas. “Fallecieron 23 personas privadas de su libertad”, dijo la ministra de Justicia, eludiendo, con el blandengue verbo “fallecer”, la violencia del episodio, como si esas muertes hubieran ocurrido en la cama entre santos óleos y despedidas piadosas. Esos presos también querían morir al aire libre, y habrá que sacarlos, pues el animal es voraz en esos antros penitenciarios, aunque dicen que ya le llegó a Boris Johnson.

Los funcionarios, frente a estos hechos inusitados y trágicos -cuyo origen y magnitud proviene de la naturaleza-, por lo regular prescinden de la perplejidad y se las arreglan con conceptos solo utilizables para lo habitual y administrativo: “Enviemos a los contagiados para La Guajira”, dijo Noemí Sanín, pensando tal vez en vagones de carbón. “Si un virus nos quiere quitar la esperanza, no lo vamos a permitir”, dijo el presidente Iván Duque, como aludiendo a una huelga de maestros. “¿Para qué cuarentenas en pueblos donde todavía no hay contagiados?”, dijo Alicia Arango, suponiendo que la pandemia es un motín de descontentos en lugar de una patología incontrolable propiciada por seres diminutos que están devastando continentes completos. Son coherentes los necios, nunca defraudan, y si en los asuntos de rutina es imposible sorprenderlos en una idea, menos aún cabe esperarlo en hechos excepcionales que reclaman ciencia y sutileza. Alguien decía: “Entre la maldad y la estupidez, prefiero la primera, porque a veces descansa”. Esos políticos, en realidad, no son malos. Pero esa no es la falta de maldad que se precisa para el manejo de una morbilidad universal como la que nos invade y tiene cerrados países enteros, a las ciudades convertidas en escenarios fantasmas, a los aeropuertos en parajes donde asustan y a los ciudadanos mirando por la ventana con tapabocas. Luis Carlos Sarmiento, dueño de El Tiempo y del país, les pidió a los empleados de su periódico que dejaran de cobrarle tres días de Semana Santa. Optimista su cálculo del tiempo. Él jura que esto va a ser corto y que en tres meses todo volverá a ser como antes. Hay gente, además, que en tono grave profetiza que todo va a cambiar. Pero se equivocan: ya cambió todo, lo que pasa es que como apenas comienza, no se alcanza a notar.