Le llevó un mes a la humanidad el aceptar que
el coronavirus no era una simple patología local, estrictamente china, sino que
se trataba de una enfermedad trotamundos con potencial de expandirse por todo
el planeta a un ritmo exponencial quién sabe por cuánto tiempo. Cuando ese
virus alcanzó el rango de pandemia, y llegó a Colombia desde Italia, país que
al comienzo no se lo tomó en serio, razón por la cual alcanzó también a
enviárselo a España en la tos de algún viajero, fue inevitable calcular que con
tanto avión surcando todos los cielos era cuestión de días que muy pronto la
enfermedad iba a distribuirse por todas las geografías de esta pequeña Tierra.
Alguien pone las manos sobre una mesa del aeropuerto de París, donde unos
minutos antes se ha tomado un café un iraní contagiado, sin saberlo, que iba
para Londres, mientras quien ocupa su mesa en la Ciudad Luz se trae su germen
para América —¿Buenos Aires, Bogotá, Lima?—, y al llegar a Suramérica ya ha
infectado con un estornudo a tres o cuatro pasajeros que 15 días después, en
sus respectivos países, se habrán reportado con susto para ser sometidos a una
cuarentena. ¿Y qué es una tos, una expectoración, un bostezo, en 19.000 aviones
que coinciden en el aire a la vez entre 9.000 aeropuertos de todo el mundo? Muy
poco, realmente. Y mucho menos en 96.000 vuelos diarios en los que ese bichito
diminuto viaja de polizón.
Esto del coronavirus propició un ensayo general
de cómo llega a alterarse la conducta humana en situaciones límite en las que
la población ve amenazada su sobrevivencia no solo en su país, sino en la
redondez total de la Tierra. Ya no es tan poético eso de que el mundo es un
pañuelo. Quizás acá, en este país, no nos habíamos sentido nunca tan ciudadanos
del mundo y tan poco municipales. Cuando se tuvo la certeza de que ese virus
llegaría de un momento a otro, en cada lugar la gente, por fin, hizo cálculos
de dónde podían albergarse los infectados —según la cantidad que fueran,
incluso uno mismo, lo que sigue siendo una incógnita—, de cuántos médicos
disponíamos, de cómo estábamos de instalaciones hospitalarias, de qué pasaría
si se empezaban a clausurar fábricas y, lo más intimidatorio, si sería preciso
cerrar ciudades y regiones, al igual que ocurrió en China, donde quedaron
inmovilizados 60 millones de habitantes de tres ciudades sin poder ni siquiera
salir a la calle. Y así están ahora Italia y España, aparte de que el señor
Trump ha cerrado los aeropuertos de EE. UU., durante un mes, “y quizá más”, a
los vuelos europeos. Trump está en campaña y sabe que el coronavirus es más
contendor para él que Biden y Sanders. ¿Ganará ese hombre tan material las
elecciones a ese animalito imperceptible? ¿Se imagina uno Nueva York como una
ciudad fantasma? Ya aquí la gente sabe que esa no será tarea para el Esmad. De
momento, uno ve que en Inmigración seres con escafandra le apuntan a cada
pasajero con una pistolita en la frente y descubren que está sano. Es la
ciencia.
Esta peste está siendo —y toco madera para que
no siga haciendo más daño— un simulacro de calamidades mayores que nos esperan,
y que ojalá no nos hagan frenar en seco la desmesura del derroche. Los
aguaceros torrenciales y las granizadas súbitas son muestras gratis que auguran
desastres que todavía podríamos disminuir si aprovechamos la relativa disciplina
cívica que nos tocó improvisar en este mes y medio.
Por | Lisandro Duque Naranjo