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La cacerola


Justo en el horario en que comencé a escribir esta columna el jueves 21 de noviembre, a las 8 p.m. (trabajo en caliente, pues los columnistas de los lunes tenemos cierre los viernes), empezó un cacerolazo en el edificio en que vivo. Se suponía que esta modalidad de protesta era una opción prevista para las ciudades que fueran sometidas a toque de queda, circunstancia que solo afectó a Cali y Facatativá, pero de repente, en forma espontánea, de oídas o inducida por las redes a última hora, se convirtió en una bulla libertaria que se fue tomando barrios y barrios, demostrando que para los ciudadanos el paro no había concluido todavía. Todos parecían apenas iniciados, lo que permite intuir las energías para próximas catarsis. Diría que nos antojamos del cacerolazo cuando lo utilizaron los ecuatorianos hace dos meses para decirle a su presidente que, aunque encerrados en casa, seguían todavía despiertos. Esas eran las tales “fuerzas extranjeras” y por eso se les cerraron las fronteras. Ojalá el cacerolazo de acá sirva después para hacer desistir a este Gobierno de intentar otra vez, y por las malas, mandarnos a dormir cuando le parezca. Lleras Restrepo ya es historia vieja.

El cacerolazo del 21, pues, fue una creación inusitada, un alargue, a diferencia de lo que ocurría antes, que al llegar la noche de un día épico la rabia descansaba. Esa encima nocturna no fue, sin embargo, la única primicia de la fecha, pues nunca antes tantos ciudadanos se habían volcado a las calles como en esta jornada. En realidad esta vez sí se sentía a la gente emberracada. Todavía con complejo de “vándala”, la muchedumbre se tomó la intemperie por las buenas, muy vigilante, gritando “¡sin violencia!” y cruzando los dedos para que no les diera a los encapuchados —a los que suponía de sus propias filas—, por pegotearse en la civilidad de la movilización. Y pilló en flagrancia al inefable Esmad que dejó para la sobremesa, cuando ya de la multitud quedaban apenas grupos dispersos, agredir a estos a patadas y arrastrándolos por el suelo. En la puerta de mi edificio, muchachos, muchachas, señoras y hasta las mascotas, que sacaron sus cacerolas al aire libre, recibieron una bomba aturdidora y gases lacrimógenos que pusieron a toser y a llorar a todos los residentes. La cosa iba en serio. A la misma hora comenzaron los rumores de que en Cali estaban asaltando casas y que los dueños de estas se defendían con armas largas, bates y hasta espadas samuráis. Anticipos de la famosa ley que promueve el texano Cristian Garcés, del CD, para que los civiles porten armas. Sospechosos todos esos sincronismos de vándalos fantasmagóricos. Clara López cuenta por WhatsApp que por su barrio, en Bogotá, los “encapuchados” eran habitantes de calle drogados. En Cali fue igual, aunque en este mundo tan fotografiado es muy extraño que no quede una sola foto como evidencia. Y si la hubiera, demostraría que fue un plan orquestado con el lumpen para que aprovechara el anticlímax para sus tropelías, sirviendo de pretexto para exaltar a los “héroes” como garantes de la defensa ciudadana. Es una alianza clásica esa. Además, el Gobierno no iba a quedarse empezado después de los preparativos de guerra que hizo contra la marcha. Ya metido en gastos...

Posdata: el comandante de la Policía dijo que en todo el país salieron 132.000 personas. En Presidencia, que 207.000. Aprendan a sumar, hombre.

Por: Lisandro Duque Naranjo