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Sin fecha de vencimiento


Por| Lisandro Duque Naranjo
Al columnista de El Espectador, Mauricio Botero Caicedo, le pareció inspirador el libro Cazando terroristas: una mirada a la psicopatología del terrorismo, de un Joe Navarro, “experto en contrainteligencia”, no sé de qué país. Le gustó tanto, que intentó aplicarlo a la realidad colombiana en su artículo “Coleccionistas de heridas” (15 de septiembre de 2019).

Cuestiona ese libro, según Botero, esa memoria obsesiva de “políticos e intelectuales de izquierda” empecinados en reverdecer episodios “de hace diez, 40 o 200 años” de lucha por la tierra. A juicio del columnista, conflictos ocurridos hace ya tantos años, debieran considerarse caducos a estas alturas. Supongo yo, no Botero, que con ese criterio al pícaro exmagistrado Pretelt ya sería hora de dejarlo tranquilo con “su” propiedad. Quizá si el columnista se hubiera acordado de la disputa Israel-Palestina, cuya longevidad se pierde en la noche de los tiempos, no hubiera llegado a acortar tanto los plazos para el olvido en Colombia, hasta el punto de asociar —según la terminología del señor Joe Navarro— bajo el síndrome de “sicópatas-terroristas” a quienes exigen la restitución de tierras. Y supongo que le hubiera parecido extravagante la respuesta de Zhou Enlai a Kissinger, cuando éste le preguntó qué pensaban los chinos sobre la revolución francesa: “Todavía no ha pasado el tiempo suficiente como para valorar ese tema”. Útil reflexión sobre asuntos que exigen un tiempo más amplio antes de considerarlos prescritos.

Ya viniéndome más acá, a los siglos XX y XXI, sí que menos se pueden valorar como obsoletos, tal cual lo hace Botero, los reclamos de Manuel Marulanda en el discurso aquel del Caguán que leyó Joaquín Gómez por el bombardeo a Marquetalia, en 1964. En esos baldíos vivían pacíficamente 200 familias desplazadas de la violencia bipartidista, que por haberse ingeniado formas de convivencia y productividad colectivas, le dio a Álvaro Gómez Hurtado por llamarlas “repúblicas independientes”, alentando un ataque criminal contra ellas, en combinación con los EE. UU.

En Colombia, además, tampoco han pasado suficientes años como para cansarnos de reclamar reparación por asuntos que ocurrieron incluso antes de la independencia y que influyen en las calamidades que todavía nos afectan: por ejemplo, las dádivas en territorios por parte de la corona española a criollos que desde entonces perpetuaron la desigualdad en la tenencia de la tierra. Qué frescura la de Fernando VII regalando tierras de un país que ni siquiera conoció y cuyos patriotas terminaron derrotándolo. A esas posesiones debió extinguírseles el dominio hace 200 años. Y barajar y volver a dar. La excelente novela de William Ospina, Guayacanal, exalta al fundador de Santa Rosa de Cabal, Fermín López, quien se vio forzado, en el año 1844, a agregarle el “de Cabal” al pueblo recién nacido para neutralizar los ataques de los “dueños” de esa vasta selva inculta, a ver si encontraban, por fin, alivio a sus errancias los miles de colonos hambreados que procedían de Antioquia. Debiera cambiársele ese apellido, a Santa Rosa, por el de López. También Caicedonia se llama así para darle la coba a uno de los dueños del latifundio Burila, un Caicedo.

Como esos señoríos de los siglos XVII y XVIII no tienen fecha de vencimiento, pues ahora se expanden ilegalmente hacia el Vichada.