Juan Manuel Santos advirtió, desde antes del
plebiscito fraudulento, que si la paz fracasaba, vendrían guerras peores y
posiblemente en las ciudades. En esa época, Iván Márquez y Jesús Santrich, en
una casa en Bogotá, trabajaban, al igual que el resto de la dirección del
partido FARC, en gestiones relacionadas con la implementación del acuerdo,
dictaban conferencias, atendían entrevistas, visitaban zonas de concentración
de sus ex-tropas ya desmovilizadas pero aún sin desarmarse, en síntesis, tenían
una agenda intensa en función del nuevo país que se preludiaba, no solo para
ellos. ¿Quién podía imaginarse que esos dos dirigentes serían los que, tres
años después, encabezarían un alzamiento como el que el 29 de agosto hizo
irrupción en la Amazonía?. No opinaré en caliente al respecto, pero no es
difícil entenderlo: en los meses previos, a estos dos firmantes del acuerdo se
los puso, por intrigas del embajador Whitaker, del jefe del CD y del ahora
exfiscal Martínez Neira, ante la inminencia de extraditarlos por presunta
implicación en narcotráfico. A Santrich lo agarraron con pruebas bastante
peregrinas, y desde entonces su vida se convirtió en un pavoroso relato de
vejámenes cuya enumeración desbordaría el límite de esta columna. En cuanto a
Márquez, por aquello de que a quien dios no le da hijos el diablo le da
sobrinos, uno de éstos, un pillo, se los ofreció ambos a la DEA por una bolsa
de pop korns en Disney World. Un pobre hombre.
Obvio que Márquez y Santrich, apenas vieron lo
que les venía pierna arriba, se abrieron a la menor oportunidad. De no haberlo
hecho, al primero lo hubiera recogido un helicóptero rumbo a EE. UU. al
posesionarse en el capitolio, y al segundo, otro en el Palacio de Justicia
luego de su indagatoria. Lugar ideal para esa moñona: la plaza de Bolívar. Y
adiós, como Simón Trinidad.
Con los dos ha habido más sevicia que contra el
resto de miembros de la dirección del neófito partido de FARC, si bien cierto
que entre los primeros y éstos ha habido discordias políticas que tramitaban
sin dividirse. Pero a quienes se preservan en la legalidad, el dulce les ha
tocado a mordiscos: han sido asesinados 150 desmovilizados en las regiones. A
Rodrigo Londoño, el jefe, ni siquiera lo dejaron probar lo que era una campaña
presidencial, pues en su primer fin de semana como candidato —en el Quindío, en
Cali y Yumbo— por poco lo linchan las turbas paracas vestidas de negro. Aquello
le provocó sucesivos infartos que lo han puesto a ver el túnel blanco varias
veces. En los aviones les hacían gavilla incluso a quienes se parecieran a él.
En las universidades los agredían grupos de choque fachos. Y esa
"izquierda" —a la que, según Hollman Morris, hay que decirles mejor
"progresistas", para que el parche no se les caliente— de los de la
Colombia Humana y de los "verdes de todos los colores", que otrora
los acusaban, por estar armados, de tirarse en la reputación de los movimientos
sociales, ahora, después de la dejación de los fierros, les hacen bullying y
los ningunea. En la campaña por la Alcaldía de Turbaco, a Julián Conrado lo
apoyan porque saben que va a ganar, pero le vetan la rosa roja en el afiche y
le exigen que mantenga a sus panas por ahí sentaditos y que ojalá voten al
escondido.
Que paciencia tan franciscana la del partido de
la Farc, al que debiera agradecérsele que no saque también la maleta. Para
decentes, ellos.