El expresidente Santos, en su libro Las
batallas por la paz —qué original ese título—, dice que tuvo que dar al
Ejército la orden de dispararle a Alfonso Cano “para no bajarle la moral a las tropas”. Les recuerdo a los lectores
que Cano, como comandante de las FARC en ese momento, era el interlocutor de
Santos, mediante misivas personales entre ambos, para unas posibles
conversaciones sobre el fin de la guerra. Es decir, que el gobernante, para
saciar la sed de sangre de sus oficiales y soldados, y para que estos sacaran
lo del viaje hasta el Cauca, tuvo que ofrendarles el cordero pascual para que
lo sacrificaran: “La sangre del cordero
servirá como señal de inmunidad contra la mano destructora del Señor, quien
destruyó en una noche a todos los primogénitos de la tierra de Egipto...”
(Deuteronomio 16,2-6).
El hecho es que el expresidente ni se pone
colorado desde que viene pavoneándose por la autoría intelectual del crimen de
Cano, a sangre fría, el 4 de noviembre de 2011. Y quieren que uno respete a
unos “héroes” a los que para tenerlos
contentos hay que permitirles matar.
También me siento en tiempos del Antiguo
Testamento, cuando las memorias de una guerra que supuestamente acaba de
terminar, las escriben, en libros sucesivos, dos hermanos de apellido Santos:
Las batallas de la paz, del expresidente, y El país que me tocó, de Enrique
Santos, que por lo que me cuentan aquellos a quienes les tocó leerlo, es una
guía gastronómica de Bogotá y otras ciudades del mundo, en las que los
banquetes de Epulón y la conversión del agua en vino estaban adobados con temas
conspirativos. ¡Ah!, tan “progre” Enrique.
Por el lado uribista, mientras tanto, los
preludios de negociación en esa época se asumían también como un desaire para
con las tropas, porque el cese bilateral les “disminuía la moral”. Y ahora, ya firmado el Acuerdo de Paz y
existiendo la JEP, se empeñan en darles a los “héroes” un trato distinto al
que, en esa instancia nueva se destina a los excombatientes de las FARC. Qué
vamos a hacer con esa gente tan delicada. Supongo que muchos de los que escogen
en la vida la carrera militar, o aunque sea meterse de policías rasos, lo hacen
por ser esa una profesión tan consentida. En la que para mantenerles alta la
moral les dan patente de corso para que salgan a la calle a apercollar
ciudadanos —algunos de tercera edad, otros en sillas de ruedas—, que hacen
microtráfico de empanadas, poemas, tintos o frutas. Y uno pensando que quien
representa al Estado, con mayor razón si porta arma, debiera mostrar mejor
conducta que aquellos que se declaran por fuera de la ley e incluso pretenden
derogarla.
Algo, sin embargo, debe acosar la conciencia de
personajes como Rito Alejo —más otros centenares de su cuerda castrense—, que
prefieren acogerse a la JEP, en lugar de al trato VIP con que los tientan los
del CD. Algo es algo.
Y del Antiguo Testamento pasamos al Far West:
en el programa Semana en vivo, sobre el tema de la minga, discutieron los
generales Grant y Custer (Lafaurie y Bedoya) con Feliciano Valencia, el senador
indígena. Cómo les irrita a esos carapálidas ver esas huestes originarias que
se burlan de su “principio de autoridad”.
Feliciano fue un completo Sitting Bull, jefe de la nación indígena del Cauca.
Por | Lisandro Duque Naranjo