La mayor diferencia -habiendo muchas— entre
Colombia y Venezuela es que allá se forjó, a comienzos del siglo XX, una
cultura receptiva frente a la inmigración, y recibieron italianos, portugueses,
españoles, polacos, alemanes, yugoeslavos, judíos, libaneses, turcos, chinos,
etc., conformándose un rico mestizaje con los habitantes locales. A esa tanda
se sumaron luego miles de refugiados de las dictaduras latinoamericanas que se
amañaron en esa meca de cosmopolitismo y abundancia. Los colombianos, en los 60,
fueron millones allí y aumentaron a comienzos de este siglo con los desplazados
por el paramilitarismo.
Colombia es todo lo contrario. Hace 20 años el
Ministerio del Trabajo registraba apenas 109.000 extranjeros, la mayoría
gringos, residentes acá. Aquí como que siempre nos hemos bastado con nosotros
mismos. Durante la Segunda Guerra, el canciller Luis López de Mesa cerró la
frontera a los judíos europeos, que porque eran “muy ladinos”. De los pocos
judíos que alcanzaron a asentarse aquí en esa época da cuenta Azriel Bibliowicz
en su novela El rumor del astracán. Cuando el exilio chileno, a los que huían
de Pinochet el DAS les impedía entrar. Hace poco descubrieron 150 chinos
escondidos que ni siquiera querían quedarse acá, y don Francisco Santos exclamó:
“¡Nos invadieron los chinos!”. Esa xenofobia en nuestro ADN nos ha privado del
beneficio cultural que le hubiera podido significar a la llamada
“idiosincrasia” ese matiz multiétnico realmente variado.
De malas, pues, los venezolanos pobres,
teniendo como único país vecino a Colombia, en donde se topan con un
chauvinismo cerrero. Por Duque, que dejaran solo a Maduro, pero sin pasar por
aquí. El último trimestre ha habido 99 venezolanos asesinados —13 mujeres y 86
hombres—, sin contar los niños fallecidos por inanición, las víctimas de
hipotermia cruzando los páramos y los extenuados en las carreteras. Da pena
escribirlo.
La semana pasada, en Bogotá, fue linchado un
venezolano de 23 años, padre de dos hijos. Vendía dulces, y un criminal al que
le resultó “sospechoso” de ser secuestrador de niños, le montó una cacería
junto a otros “justicieros” por WhatsApp, hasta matarlo a patadas en la calle,
a pleno día.
En un Transmilenio les hicieron gavilla a dos
venezolanos que lograron escaparse al llegar el vehículo a una estación. En los
Santanderes y en Arauca les echan candela a sus cambuches y les dan bala.
Estos odios gregarios son producto de la forma
capciosa como los medios y los funcionarios manejan la información sobre los
inmigrantes. Que traen “enfermedades”, “inseguridad”, “prostitución”. Lo mismo
que Trump dice de los del tercer mundo. Nos las damos de café con leche.
Es cierto que el tema tiene perfiles de crisis
humanitaria. Y que le queda grande a la voluntad de un gobierno que ni siquiera
la tiene para el manejo de las carencias propias en salud —los pacientes solo
obtienen medicinas mediante tutela—, educación —las universidades públicas se
desploman físicamente—, tierra —a quien pida la restitución de la suya lo
acribillan—, alimentos —serán gravados con un IVA que causará desnutrición—,
etc.
Pero que sea el colombiano raso el que le haga
al Gobierno el mandado de espantar, matándolos, a esos inmigrantes de un país
con el que debe estar históricamente agradecido, eso sí es una vergüenza.
Por| Lisandro Duque Naranjo