Otra hubiera sido mi vida de no haber
encontrado el abrigo que me procuró la Universidad Nacional en el año 1969,
cuando fui admitido para cursar estudios de Antropología. Nací y me hice
bachiller en Sevilla, Valle, de familia modesta en economía —padre relojero y
joyero—, y desde luego la opción de cursar estudios superiores en una
institución privada no solo me era ajena, sino, por fortuna, indeseable, pues
desde adolescente tuve un instinto de clase que hasta el momento no me ha
fallado, o sea que eso ya se quedó así. Y tengo claro que de haber existido por
entonces el programa Ser Pilo Paga yo lo hubiera eludido, solo por no correr el
riesgo de terminar en una de esas universidades de donde egresa nuestra
tecnocracia. Ser mamerto desde chiquito es cosa seria, y me hubiera empobrecido
mucho ser uniandino. Que es lo que les ocurre a unos amigos cuya hija, por
faltarle calle en la vida e ir tanto a Miami desde niña, tenía el propósito de
estudiar en la U. del Rosario. Y como le dijeron que eso costaba mucho, que
mejor se presentara en la Nacional, les contestó: “Está bien, pero les advierto
que si quedo, me les vuelvo revolucionaria”. Ante la amenaza, hicieron entonces
el esfuerzo, con Icetex incluido, por matricularla en el Rosario. El problema
es que ella ahora les pide cambiar de apartamento, porque le da pena traer a
sus compañeros a eso tan feo y tan chiquito.
Tengo una cuota limitada de amistades de los
Andes, lo que se les nota. Cada universidad marca una impronta. De las privadas
interesantes, los del Externado son gente progresista. Trabajé ahí un tiempo y
el ambiente era grato. Pasan los años y no pierde su aura manchesteriana, hasta
entre los que no estudian Derecho. Pero de las cosas que ya tengo definidas es
que de la Sergio Arboleda no me llamarán nunca a dictar clases, ni yo aceptaría
si se les ocurriera. Empecé a pasar por ahí por la acera del frente, desde que
les hicieron gran lanzamiento a mamotretos escritos por Andrés Felipe Arias y
Alejandro Ordóñez. Y eso que todavía se ignoraba que en sus pupitres fueron
condiscípulos Iván Duque y Francisco Barbosa.
De la U.N. siempre me atrajo su leyenda, que es
heroica y trágica: Uriel Gutiérrez, Camilo Torres, Rómulo Carvalho. Y considero
que haber coincidido mi ingreso en plena transición de los 60 y los 70 me
instaló en una perspectiva épica, en el mejor de los espíritus del tiempo,
cuando a la toma del poder no faltaba si no ponerle fecha. Esa fantasía es
imprescindible en el proceso de formación de un joven.
Distingo bien entre ser estudiante universitario
y ser simplemente alumno. Y la verdad, las universidades públicas estimulan más
lo primero que lo segundo. Al contrario, en las privadas, se es más alumno que
estudiante. Mientras en aquellas el ethos, o digamos el pathos de una vez,
socava el poder establecido a través, incluso, de lo extracurricular —los
recitales, los cineclubes, los periódicos estudiantiles—, y obvio que en las
aulas, laboratorios, e investigaciones donde se construyen saberes, en las
segundas van al grano por lo regular: el diploma, hacerse doctores.
Kadaré cuenta en La hija de Agamenón que un rey
mató a un vasallo porque tenía un castillo mejor que el suyo. Es lo que pasa
aquí: el poder odia las universidades públicas porque tienen unos campus
superiores a los de todas las privadas juntas. Es el colmo, siendo para pobres.
Por | Lisandro Duque Naranjo