Colombia clasificó de octava
entre las naciones menos queridas del mundo. Eso para abreviar, porque la
selección propiamente dicha —hecha por The Reputation Institute, de Boston— se
hizo entre las naciones con “menos reputación”, que quiere decir muchas más
cosas, y ninguna agradable. Quienes votaron le hicieron al país el honor de
considerarlo —metiéndolo de colado— entre las 50 naciones con mejor economía
del planeta. Un trato de excepción producto de nuestra falta de empatía. Hace
unos pocos años una entidad internacional nos había hecho el sospechoso favor
de reconocernos como los “más felices” del planeta, título nada encomiable
tampoco, aunque, viéndolo bien, bastante relacionado con nuestra condición
odiosa. Es que dárselas de feliz es una descortesía. Lo máximo soportable sería
estar contentos, y eso que a veces. Esa penúltima distinción la obtuvimos
cuando estábamos en plena guerra, lo que demuestra el entusiasmo nacional por
el tropel. Y el honroso octavo lugar de ahora se logró antes de que al
Reputation Institute llegaran las primicias sobre los últimos episodios
ocurridos en esta república: (1) que según el Congreso, para ser miembro de la
JEP —tribunal especial definido por las partes en el Acuerdo de Paz— debe
considerarse un impedimento el haber sido defensor de derechos humanos, y (2)
que el ministro de Defensa atribuyó a “líos de faldas” y a problemas de
“linderos” los 180 asesinatos de líderes sociales y de derechos humanos del último
año y medio. Una trivialización bastante infeliz, si se tiene en cuenta que no
es por cercas corridas un metro más allá o más acá de una propiedad, sino por
los millones de hectáreas mal habidas por las que “los terceros de buena fe”
cometen tantos crímenes “casuales”.
De haberle llegado a tiempo estas
noticias al Reputation Institute, Colombia hubiera conquistado el primer puesto
entre los 50 países menos queridos. También en eso nos quedaron faltando los
famosos cinco centavos. O como dijo en una película un personaje del director
Ingmar Bergman, a propósito de alguien a quien le falló un intento de suicidio:
“Hasta para suicidarse es un fracaso”.
Quién sabe cuánto tiempo llevará
asimilar algunos valores cívicos de otras partes, teniendo en cuenta que los
colombianos viajan con frecuencia por un planeta en el que ya hay, desde hace
30 años, seis millones de coterráneos. Éste ya no es el país localista del
siglo XX, por lo que sería de esperarse que muchos de sus ciudadanos hubieran
pulido su atracción por la violencia, para no ser percibidos por fuera con tan
poco afecto. Pero qué se le hace si aquí tenemos un expresidente que, cuando el
No del plebiscito, sintió orgullo y dijo: “Colombia derrotó al mundo”.
Hasta luego. Es un augurio
magnífico el hecho de que las Farc se hayan venido de la guerra a compartir
hombro a hombro con el resto de ciudadanos las circunstancias de todo orden que
impone la paz. Y a alentar los cambios sociales por los que se alzaron hace 53
años, solo que ahora con la perentoria arma de la palabra, como lo han
cumplido.
Inspirado en esa certeza, acepté
del partido Fuerza Alternativa Revolucionaria del Común (FARC) el llamado a
ocupar el renglón 11 en su lista para el Senado.
Agradezco a El Espectador y a los
lectores su hospitalidad con este columnista que se ausentará por un tiempo.
Lisandro
Duque Naranjo