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La conciencia pequeña

Creo que a todos nos pasa que, por un descuido, volteamos en contravía y solo nos damos cuenta cuando un carro, o un camión, o un bus, que viene en el sentido correcto, por poco se nos viene encima. Ahí es cuando nos devolvemos, para corregir el error. En esas circunstancias, a veces me ha ocurrido que el conductor que viene cumpliendo la norma me produce la sensación, por su forma de mirarme, de que de buena gana se hubiera chocado conmigo, pero que en el último instante decidió no ser tan severo. Creo que esta apariencia de generosidad es solo para no perder ese tiempo precioso que llevan los trámites del croquis, de la aseguradora y de la demanda para hacerme pagar esta vida y la otra por haber incurrido en una imprudencia. Y de pronto hasta obtener una utilidad. Cada cual, unos en mayor medida que otros, tienen en su alma un castigador, que en el ejercicio de la justicia contra los infractores se realizan como en una catarsis. Y no necesariamente porque sean puros de conciencia, sino porque no quieren desaprovechar las pocas oportunidades que les brinda la vida de ejercer una pureza fortuita. “Quién quita”, pensarán, “que esta sea la única posibilidad de redimirme mediante un acto legal”, que no necesariamente equivale a la buena fe. Esas tentaciones de crueldad, y quizás hasta de crimen, suelen ser efímeras e imperceptibles, y carecen de energía para mover la aguja de la ética. El que incurre en ellas, sin consumarlas, ni siquiera alcanza a procesar que estuvo a punto de provocar una calamidad. La simple tentativa no basta para causar remordimiento.

Hay otras, en cambio, que se manifiestan con ostentación y de manera colectiva. Por ejemplo esos conatos de linchamiento al raponero de un celular. Los “justicieros” se turnan para apostrofarlo, y los insultos se acompañan de una patada, preferiblemente en una parte sensible, la cara, verbigracia. Y cada curioso que se arrima quiere superar en ira al anterior. Es como un concurso de quién defiende mejor a la sociedad. Y bueno, ha habido casos en los que una mujer decide hacer desnudar al pícaro, por lo regular un joven —pues el raponazo requiere de una condición atlética ágil—, hasta dejarlo en bola en una calle concurrida. Esa proeza humillante arranca aplausos. “Solo tratando así a las ratas se compone este país”, dicen los testigos. Y el que ha grabado impasible esa ignominia la sube a las redes y tiene muchos “likes”.

Hay otra variedad de anómalos más institucionalizados. Y son muchedumbre. En vísperas del plebiscito del Sí y el No, las encuestas dizque se equivocaron. Pero no fue así: lo que pasó realmente fue que los enemigos de la paz, o los incrédulos, o los indiferentes, sentían vergüenza de reconocer que iban a votar por el No. Y claro, dieron una tendencia engañosa en las encuestas. Y votaron calladitos, como quien prepara un acto inconfesable en la intimidad de la urna. Pues ganaron, por una minucia, pero ganaron. Por supuesto, al comienzo, en esa victoria no creían ni los que la promovieron a punta de embustes. Es que era el colmo. Pero la gente se va acostumbrando a lo peor. Echémosle encima el camión al que viola vía, a patear se dijo al que roba celulares. Hagamos trizas la paz. Fundemos la república de la ignorancia voluntaria, que nos espera Moscú 2018.

Por | Lisandro Duque Naranjo