Creo que el congresista Rodrigo Lara se va a
dar cuenta muy tarde —por allá dentro de unos años— de lo peligroso que ha sido
su desempeño como presidente de la Cámara en estas semanas en que se han estado
discutiendo asuntos sensibles de la implementación al Acuerdo de Paz. Es como
si él desconociera las consecuencias de esa operación tortuga a que está
sometiendo el fast track, una de las cuales será que la incertidumbre cunda del
todo entre centenares de exguerrilleros —la mayoría jóvenes—, hasta que el destino
por el que terminen decidiéndose para salvarse sea el de lo ilegal, e incluso
—toco madera— el de reincidir en la guerra. ¿Qué libros de historia de Colombia
habría que recomendarle al doctor Lara para que aprenda esa lección, a efecto
de que se ahorre remordimientos que le amarguen la conciencia, y que a futuro
lo señalen como el instrumento de una nueva, y peor, carnicería? Esta
advertencia no se me ocurriría hacérsela al señor Vargas Lleras, desde luego,
pues él es de los que echan de menos los entierros de los demás, de los
anónimos, de las gentes remotas, incluidos por supuesto los policías y los
soldados. De los nostálgicos de aquellos tiempos en que el hospital militar se
movía con heridos y moribundos, cuando la bala valía. Lo lleva en su sangre,
que es de un Rh distinto al de Lara.
Hay cosas en la vida que pueden causar
dilemas, pero poner en vilo ciertas convicciones sí es muy reprobable. La paz
no es un tema circunstancial, susceptible de ponerse en lista de espera, algo
de lavar y planchar, como ha resultado siéndolo para el representante Lara y su
grupo de Cambio Radical. Lo curioso es que Lara parece envanecerse de ser el
villano. Como si pretendiera desbancar a los dueños exclusivos de ese rango,
los uribistas. Y lográndolo con vivezas demasiado obvias. Porque al menos los
del Centro Democrático se habían ganado esa titularidad desde el comienzo, a
pulso, para que de repente llegue un converso a dárselas de ser el duro del
salón. Aunque eso parece más bien un patio.
A Rodrigo Lara se le abona un buen momento en
su pasado, por ejemplo, cuando se le salió a Uribe del cargo de zar
anticorrupción, en rechazo contra la injerencia en ese gobierno de una persona
muy próxima a quien dio la orden de matar a su padre. De resto, no le recuerdo
hazañas mayores, y desde luego no voy a enrostrarle ese amago patético de
pugilista frente a un celador que resultó ser todo un caballero. Pero ha
cambiado mucho el doctor Lara últimamente. Ha influido en eso su adhesión a
Vargas Lleras, ese miembro incorregible de la vieja clase política. Vargas
Lleras tiene el palito para torcer conciencias que, de ser cierto que los
padres influyen mucho en la ética de sus hijos, estaban llamados a ser
decentes. Pero no, llegó ese nieto ilustre y se pegoteó en todo. Estoy pensando
en un hijo de Humberto Martínez Salcedo (q.e.p.d.), otro de Policarpo Varón
(excelente escritor, por fortuna vivo), uno de Luis Carlos Galán (q.e.p.d.) y
el que sirve de motivo a esta columna, hijo de Rodrigo Lara Bonilla (q.e.p.d.).
Obvio que los descendientes escogen su destino, pero uno, idealista que es,
piensa que alguna heredad de sus progenitores debería permanecer a salvo.
Todavía está a tiempo.
Por |
Lisandro Duque Naranjo