Para Juan Lozano, según columna suya del 6 de
noviembre, los abusos sexuales en que hayan podido incurrir, en tiempos de
guerra, los ahora exguerrilleros de las Farc, son comparables al acto
depredador que le costó la vida a la niña Yuliana Samboní, a manos del
condenado Rafael Uribe Noguera. Por lo tanto, infiere, los 58 años de prisión
que ha comenzado a pagar este criminal, debieran hacerse extensivos a muchos
guerrilleros supuestamente implicados en hechos similares. No es afortunada esa
analogía, ni remotamente aproximada a la presunta violencia sexual que se haya
cometido con menores por parte de algunos miembros de esa organización. Y por
supuesto es un exabrupto morboso el pensar que, de haber ocurrido un hecho
patológico de esas dimensiones (el asesinato, con violación incluida, de una
niña de siete años, o de más edad), el mismo no haya motivado un castigo
ejemplarizante de parte de la propia organización.
No se requiere haber pertenecido a esa
insurgencia, o a cualquiera otra, para inferir que, de haber sido esa una
conducta “sistemática” —la calificación proviene de la fuente militar en que se
basa Lozano—, dentro de las Farc, esta organización, sin duda, se habría extinguido
hace tiempos. La sola permisividad de esos excesos, ya no sólo de la dirección,
sino del simple colectivo raso, hubiera abolido su sostenibilidad política y
militar, pues para subsistir en condiciones críticas, que son las habituales en
cualquier estructura sediciosa, se necesita de un máximo de cohesión ética y de
contención de los impulsos primarios de su tropa.
La caducidad suele ser rápida para cualquier
conjunto humano en el que los instintos tengan licencia para desbocarse sin
ninguna disciplina. No tengo la menor duda de que la larga duración de esta
guerrilla fue producto no sólo de una rigurosa vocación de poder inspirada en
un ideario político, sino del control y el castigo a quienes, aprovechándose de
la lejanía o de vacíos de autoridad —que alguna vez pudieron ocurrir—,
pretendieron fundar en la selva un entramado orgiástico para violentar a las
jóvenes que tenían como subordinadas, la mayoría de las cuales se enroló por
cuenta propia. El hecho, además, de que cada vez el número de mujeres guerrilleras
creció, equilibrando los conflictos de género previsibles con el número de
varones, disminuyó la ocurrencia de episodios en que pudiera imponerse una
hegemonía de lo masculino.
El tema de la tenencia de hijos, por supuesto
también se presta a debates delicados. Una guerrilla no puede ser una
guardería, salvo que la vida de los recién nacidos importe poco. Como ese no
era el caso, se controlaban mediante anticonceptivos, y a veces con el aborto,
las eventualidades de la maternidad. Y si esta se volvía inminente, el bebé, o
él y su madre, según fuera la decisión de ésta, y a veces primaba la del grupo,
debían ser sacados de su unidad. El caso de Clara Rojas es un ejemplo dramático
de cómo en un conflicto armado se resuelven estas circunstancias límites. La
cultura de la guerra, aunque en la cotidianidad pacífica eso también ocurre, es
impiadosa con los llamados de la naturaleza. Para dar rienda suelta a la
euforia de los embarazos y los nacimientos, fue preciso que los combates
quedaran atrás.
Pero esas variables le quedan grandes a Juan
Lozano.
Por |
Lisandro Duque Naranjo