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Arquitectura y paisaje

Cuando voy a Medellín, le comento a uno que otro amigo de allá, con mucha prudencia, que me parecen mal logrados algunos tramos de su metro, y que infortunadamente eso ya se quedó así, a perpetuidad. El mazacote de hierro y concreto que es la estación del metro de la plaza De Berrío, por ejemplo, arruinó la perspectiva que otrora ofrecía el Palacio de Calibío, una pieza arquitectónica meritoria que vio crecer a los antioqueños del siglo XX. Ahí le atravesaron ese gazapo de la ingeniería como castigo visual para los viandantes.

Otro síndrome de modernismo mal resuelto: tan aferrados que son los paisas a su ancestro de arriería, y terminaron aguantándose, sin embargo, al igual que lo hicieron con la estación de metro, esa densificación en sus montañas orientales, que fueron tapadas por centenares de rascacielos en los que se arracimaron como abejas. Desde allá contemplaban la ciudad, pero desde ésta se negaban la naturaleza. Era la moda. Desconectada esa arquitectura de un urbanismo funcional y de vías fluidas, ahora empezaron —los jóvenes y los que tienen modo— a migrar hacia la planicie, a tierra fría, desde donde se demoran la mitad del tiempo para bajar a la urbe aunque la distancia sea el doble que desde las colmenas de El Poblado. Atrás dejan ese paisaje obstruido como se deshacían antes de los televisores en blanco y negro.

En Cartagena no está mejor la cosa en cuanto al irrespeto de lo arquitectónico contra lo patrimonial: dice el arquitecto Carlos Madrigal, de Medellín, refiriéndose al proyecto “Aquarela” —cinco torres de 30 pisos que ocultan el Castillo de San Felipe—, que ese es el típico engendro entre corruptos costeños y avivatos paisas. Escudados en una legalidad precaria y en vacíos ministeriales e interpretaciones sospechosas de funcionarios locales, esos transgresores de la estética urbana levantaron de una la primera torre que, no obstante lo solitaria, le es ya dañina al memorioso monumento.

Y los transeúntes pasaban, y veían las grúas, y queriendo hablar no hablaban. “Los ricos sabrán lo que hacen”, pensaban. No solo los cuatro edificios restantes deben evitarse, sino que el único ya estorboso debe irse al suelo. No debiera ser necesario que Cartagena sea “La Heroica” para enfrentar ese cerco, aunque un Blas de Lezo del siglo XXI le está haciendo falta.

En Bogotá, ahí mal que bien los cerros siguen viéndose. Impiden la visual algunos edificios que se hicieron muy arriba, más allá del límite, en el norte, y en cuanto al centro, se pasaron de altos y anchos los de universidades como el Externado y Los Andes. El poder, la influencia, cosas de esas. Los Andes tiene por símbolo una cabra, y como la cabra tira al monte... Pero que se dé ya por satisfecha. Suficiente.

Ahora el tema es el Transmilenio por la Séptima. Ya se siente que los bogotanos no se resignan a esa decisión del alcalde. Es que no quieren imaginarse esa vía histórica cuando ya todo sea irreparable. El Transmilenio por ahí es igual a la escena con que se inicia Un perro andaluz de Buñuel: una barbera cortando un ojo humano a todo lo ancho. Además, a la gente no le cuadran las cuentas entre lo ancho y lo largo de la Séptima con semejantes articulados a mil por encima. Y repudia que el Parque Nacional sufra un mordisco que lo deje como la manzana de Mac. Ese proyecto es una alcaldada.

Por | Lisandro Duque Naranjo