No
me parece justo que los nacidos después de que ya la tierra había sido
repartida, y no pertenecientes a las familias dueñas de ella, nos hayamos
quedado sin los metros cuadrados a que tendríamos derecho por el solo hecho de
ser terrícolas habitantes de este planeta. En Colombia no son pocas las
propiedades rurales que se adjudicaron desde los tiempos de la colonia, y sería
apenas natural que, habiendo sido derrotada la metrópoli española, los
beneficios otorgados por ella a sus vasallos de entonces hubieran prescrito.
Mucho más si esos reyes, que jamás vinieron por acá, o aunque lo hubieran
hecho, escuchando consejas e intrigas de los válidos de ultramar, avivatos
locales, tinterillos y matones, terminaron regalándoles como una merced las
mejores tierras, “por todas las vidas”, es decir, para todas sus descendencias,
incluídas las que hoy van en camionetas blindadas para conservar la distancia
con la gleba.
Nada
más extemporáneo y arbitrario, pues, que en pleno siglo XXI algunos de quienes
defienden lo “sagrado” de la propiedad privada pertenezcan a familias titulares
de tierras a perpetuidad, desde los tiempos en que la Nueva Granada (en 1778,
por ejemplo) tenía apenas 800.000 habitantes (el 1,6 % de los que tiene hoy
Colombia), es decir, cuando todavía faltábamos por nacer los 48 millones de
personas que hoy somos. Desde luego hablo de cierta realeza que forma parte de
la cúpula de un partido pirata, la que más grita, representada en una payanesa
y una bugueña, y no de ese resto no señorial de directivos uribistas, incluído
el mismo jefe, cuyo concepto de adquisición de la tierra no proviene de viejas
edades, pendientes de ser abolidas, sino de los procedimientos de facto, en la
penumbra de las notarías y luego de los degüellos de las motosierras.
Bueno
aclarar que no por contar con bienes amparados con cédulas reales aquella
nobleza empolvada se abstuvo de ampliar sus extensiones utilizando el estilo de
la modernidad traqueta, aliándose con sus exponentes más ramplones e incluso
intercambiando modales con los nuevos cuatreros. Ahí se produjo un mazacote de
las groserías de tres siglos que tan pronto nos sorprende con un “hay que
levantar un muro que separe a los indígenas de los mestizos”, se nos aparece
con aquel ya clásico “le doy en la cara marica”, y que para no
desacostumbrarnos se deja venir con ese “a los negros no hay que darles plata
porque se agarran de las greñas”.
Grave
que se conserve en estado de pureza esa visión del mundo que construyó en 1873
el puente del Humilladero, en Popayán, llamado así no porque, como lo dicen las
guías turísticas de ahora, “era tan inclinado que los transeúntes llegaban
agachados al final”, sino porque era la vía para los de abolengo, mientras los
aborígenes y los negros debían pasarlo por debajo. Ese puente fue el precursor
del muro que quisiera construir doña Paloma. Que se contente con eso la
biznieta del poeta que al ver pasar preso al indígena Quintín Lame se le acercó
para escupirlo. Muy coherente también que sea nieta de quien cuando fue
presidente les pidió –¿o fue al contrario?– a los gringos bombardear a los
campesinos, liderados por Marulanda, en Marquetalia en 1964. Este fin de
semana, justamente, las 27 zonas veredales de las Farc conmemoran los 53 años
de ese episodio que les dio origen como insurgencia. Y la nieta, como el
dinosaurio, sigue ahí.
Un
modelo económico que legitime esas formas de apropiación de la tierra no merece
respeto.
Por: Lisandro Duque Naranjo