Como
no soy profeta, no puedo celebrar lo ocurrido ayer domingo, fecha en la que
despaché, al mediodía, este artículo. Espero que haya ganado el Sí, no solo por
mayoría, sino de forma contundente.
Si
así fue, ya en el anticlímax podemos ocuparnos de otros asuntos, como el Premio
Nobel de Paz. El pasado 26 de septiembre, en vísperas de la firma del Acuerdo
en Cartagena, ya abordaron el tema tres personas por la televisión pública:
Claudia Palacios, de Canal Capital; John Jairo Ocampo, de Señal Colombia, y
Ricardo Santamaría, exembajador en Cuba. La periodista Palacios dijo que había
oído algo muy interesante, no recordaba de quién, en el sentido de que el
Premio Nobel de Paz debería concedérseles no solo a Santos y a Timochenko, sino
a Uribe y Pastrana. Ocampo y Santamaría, de inmediato, mostraron un entusiasmo
reconciliatorio e invocaron que los dos expresidentes, el primero con su
Seguridad Democrática y el segundo con el Plan Colombia, eran coautores de la
paz que estaba por firmarse. Parten ellos de la base de que ese galardón no se
le otorga a alguien que decide parar una guerra cincuentenaria, sino a quien
decide hacerla más sangrienta, a largo plazo, para que algún día, cuando se
canse de ella, le den un Nobel. Fácil la cosa.
Si
se aceptara esa travesía tan larga, sin reparar en las víctimas, no las ya
causadas, sino las por causar de ahí en adelante, solo por la frivolidad de
comparecer algún día ante la academia escandinava, el Nobel sería un adefesio.
Un incentivo a los que declaran las guerras en lugar de a quienes las terminan,
cuando lo ideal es que ojalá nadie hubiera tenido que ganarse ese premio. Y
menos después de tanto tiempo.
Pero
como ese es el procedimiento que consideran honroso los tres periodistas, pues
que aumenten la nómina de aspirantes que podría presentar Colombia a ese
galardón: César Gaviria, por su bombardeo a la Uribe, el día de las elecciones
para la constituyente en 1990. Belisario Betancur, por el holocausto cuando la retoma
del Palacio de Justicia.
Menos
mal que el Nobel no se concede póstumamente, porque Colombia podría agobiar al
comité que adjudica la presea, con candidatos al por mayor: Virgilio Barco, por
su pusilanimidad y aquiescencia frente a cuatro asesinatos de candidatos
presidenciales durante su cuatrienio y el comienzo del exterminio de la UP.
Julio Cesar Turbay, por su miedoso estatuto de seguridad, el que ni con su
solución negociada del episodio de la embajada dominicana logró desterrar de la
memoria. Misael Pastrana, por su reversazo agrario en el pacto de Chicoral.
Carlos Lleras Restrepo, por el fraude electoral contra Rojas —a favor de
Pastrana—, que dio origen al M-19. Pero también por su traición a la Anuc, a la
que dejó a la deriva después de haberla fomentado. Guillermo León Valencia, por
el bombardeo a Marquetalia, Riochiquito, El Pato y Guayabero, en aquel 1964 que
dio comienzo a los famosos 52 años de fundación de las Farc. Alberto Lleras
Camargo y Laureano Gómez, por su malhadado invento del frente bipartidista,
nada nacional, del que excluyeron a las fuerzas políticas de izquierda desde
mucho antes de que existiera el castro-chavismo.
Todas
esas hazañas presidenciales motivaron la inevitabilidad de nuevas rebeliones o
de sumarse a las de siempre, lo que por supuesto, a criterio de los tres
periodistas, enriquecerían la lista de beneficiarios hipotéticos del Nobel. A
ver si alcanzan a inscribirlos de aquí al 7 de octubre, aunque lo dudo. Ahora,
que si ayer ganó el No, sí tendrán tiempo de armar las postulaciones de
Pastrana y Uribe, bajo el fuego de la próxima guerra, que será larga.
Por| Lisandro Duque Naranjo