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Las grandes bestias

La primera semana del posplebiscito fallido, el presidente Santos, comparándose con un viejo lobo de mar que llevará a buen destino su nave maltrecha, dijo que a él, todo un exgrumete de la Armada Nacional, no iban a hacerlo zozobrar los tiburones de que estaban las aguas picadas. Ojalá, ojalá. Digamos que todavía tiene un tiempo escaso para maniobrar y quedarse con su pieza, como El viejo y el mar, en un combate honorable.

Y ya metido en las grandes aguas, convocando las leyendas épicas, decídase a ser ese capitán Ajab que persigue a Moby Dick, la ballena imposible de la paz. Blanca como las telas con que Doris Salcedo cubrió la Plaza de Bolívar, dejándola como un paisaje ártico, o como una mortaja, o como una polisemia de la justicia a las víctimas. O como el traje con que Piedad desafió a la galería, toda de blanco hasta el turbante vestida, el día que renació del fuego con que el inquisidor intentó volverla cenizas.

Que todo esto, y algo más, muchedumbres en las calles, premios, actos conspirativos, editoriales internacionales, idas y vueltas de urgencia Bogotá-La Habana-Bogotá, repliegues por si acaso de la guerrillerada, fusiles cesantes por parte de la milicia, aviones apagados en los hangares, haya ocurrido en dos íngrimas semanas, es una prueba del vértigo que estamos viviendo, y al que el presidente debe ponerle un parado, deshaciéndose de la impedimenta que le significa el acoso del viejo país, revenido.

Ya embarcado en cursilerías y en prosopopeyas, la situación podría compararse también con la película Tiburón, de Spielberg: una paz arponeada por varios piratas, desde distintos flancos, que le dificultan al animal avanzar y que podrían vencerlo. No quisiera imaginarme yo a Santos surcando penosamente el Báltico, para recibir el Nobel, y llegando a Oslo, o a Estocolmo, con toda esa chusma de depredadores colinchados que harían perecer al cetáceo en las orillas. Que si de aquí alcanzan a zarpar, que Greenpeace por favor no los deje llegar.

Gabo fue a recibir su Nobel acompañado de una caravana de músicos, cantoras, bailarines, y por lo tanto Santos no puede llegar con la paz muerta y arrastrando a quienes la mataron: Uribe, Ordóñez, Marta Lucía, Pastrana y esa mano de predicadores de iglesias de garaje, charlatanes bíblicos, a los que bien podría sumarse la jerarquía católica, con la excepción de monseñor Monsalve, de Cali, y Luis Augusto Castro, de Tunja, únicos obispos que tuvieron una actitud digna frente a las urgencias de paz.

Santos debiera recordar que lo que le quitó la corona al rey Juan Carlos de España, agorero delegado de esa península en el festejo de Cartagena, fue su foto al lado de un elefante muerto. Qué puntería la de ese reyezuelo. El último acto solemne de Santos no puede consistir en una foto, por allá en Escandinavia, con el tiburón de la paz colgado de un gancho, como un san Lorenzo lleno de chuzos, y en compañía de la patota de quienes ayudaron a lincharlo. El tiburón es una bestia de las profundidades, simbólica, la más antigua entre las especies. Y no puede seguírsela humillando cortándole las aletas para hacer sopa y repartirla entre feligreses. Y ya siguiendo con los animales míticos, si es para parecerse a los del CTI que dieron de baja al hipopótamo errabundo de la hacienda Nápoles, mejor, presidente, que rechace el premio antes de viajar. No vaya por allá a hacer el oso.

Ya veremos cómo, aislados del mundo, sin un lugar en el planeta, les ganamos un lugar decente a los monstruos en esta pequeñez de país.


Por| Lisandro Duque Naranjo