No
me parece alentador que para el Sí en el plebiscito haya apenas una
favorabilidad del 70 %. Un 30 % de tendencia al No es muy alto. Es la tercera
parte del país.
Y
no está integrada necesariamente por quienes tienen un trauma provocado por una
pérdida enorme, pues, paradójicamente, las víctimas han sido generosas con el
acuerdo de paz, sino por aquellos citadinos que tienen una noción abstracta de
la guerra y no la logran percibir en sus dimensiones más primarias, las que
agreden los sentidos. Les resbalan, por ejemplo, las hileras de bolsas negras
con cuerpos humanos, sobre las que revolotean nubes de moscas. ¿Será que esas
escenas, al transmitirse por la televisión, le llegan al espectador como
empacadas al vacío, desodorizadas, sin poder de conmoverlo?
Durante
muchos años, los medios ideologizaron la muerte, haciéndola explícita sólo con
los insurgentes. Los cuerpos hinchados y destrozados que encabezaban los
titulares de prensa y televisión eran los de los guerrilleros, o los de los
campesinos que se atravesaban en la refriega, nunca los de los soldados u
oficiales que portaban las armas institucionales. Esa instrucción viene de
arriba: nadie vio el cadáver de ninguna víctima de las Torres Gemelas, ni el de
un uniformado americano de los que invadieron a Irak. Sólo sus féretros, las
banderas, las flores y el cortejo pulcro y solemne bajo las brillantes espadas
desenvainadas. Apenas a los “héroes” se los representa visualmente con pudor.
En cambio, a los cuerpos de quienes quieren ser mostrados como los villanos se
les destina la sevicia de la imagen: Iván Ríos, matado a quemarropa con un
disparo en la frente y exhibida como un trofeo su mano cercenada; Raúl Reyes y
el Mono Jojoy, despedazados por las bombas; Alfonso Cano, tumbado en el suelo,
acribillado a tiros y con sus gafas rotas; Camilo, con sus ojos resecos y el
orificio de la bala en su cara; el Che, con su barba enrastrojada.
Esa
iconografía terminal, trágica y vencida de quienes se alzaron contra el
establecimiento, pretende aleccionar. Y se ofrece como el símbolo de la derrota
a los exitosos, a los frívolos. Ese imaginario de selva peligrosa asusta a
muchas capas urbanas, a “las gentes de bien”, a los “play”, a los acicalados
que se subyugan detrás de un guía que encarna la colombianidad más ligera de
moral, más codiciosa y grosera. A la gente “normal”. También puede ser que le
parezca que esas imágenes no forman parte de su cotidiana existencia, pues no
recuerda el espectáculo de un cadáver reventado en pedazos frente a su
conjunto. Que no le preocupe una guerra extranjera no habla muy bien de él,
porque supuestamente ningún dolor debería ser ajeno. Pero que le resbale una
guerra en su propio país, sólo porque no alcanza a escuchar las detonaciones,
pues ocurren muy a trasmano, por allá lejos, ni siquiera sabe dónde, porque
este país es muy ignorante en geografía, hombre, eso da qué pensar.
“¿Mapiripán? ¿Eso qué es?”. “¿Doncello? No me suena”.
Y,
por supuesto, debería sentir vergüenza de pretenderse decisorio sobre la suerte
de lugares que ni le van ni le vienen. Eso creía, pero ese país ya se le vino
acá, despojado de armas, y a través de hombres y mujeres que resultaron no ser
los patanes que imaginaba. El 70 % del país lo acoge. No es tanto, pero el
plebiscito ya se quedó así. Y van a tener derecho a votar en él indolentes que,
deseando mantener las cosas como siempre, van a decidir por quienes viven en
peligro.
La barbarie urbana contra la civilización
agraria.
Por| Lisandro Duque Naranjo