Entre
las muchas respuestas que explican que habrá votos por el no en el plebiscito
—diferentes, por supuesto, a que hay personas urgidas por la continuación de la
guerra—, se encuentra una que le escuché a un líder indígena, cuyo nombre no
retuve, como sería lo justo: “Es que Bogotá queda muy lejos de Colombia”.
Otras
de las ciudades que le siguen a Bogotá en importancia también acusan una
lejanía similar. Es un poco tarde para proponerlo, pero esas capitales debieran
quedar exentas del plebiscito, y éste convocarse apenas en el resto de nación
ignorada. Porque es en ésta donde la guerra es una evidencia permanente, que
estropea la cotidianidad. En las grandes urbes, en cambio, el conflicto armado
se manifiesta sólo de rebote, y muchos de sus habitantes asumen que temas como
el desplazamiento, la violencia intrafamiliar, el desborde de las fronteras
urbanas —porque la Bogotá de la clase media hacia arriba tampoco es que vea muy
cercanas a sus barriadas críticas— no tienen mucho que ver con esa guerra que
quiere superarse mediante el acuerdo de La Habana. Y además se la pasan muy ocupadas
con el robo de celulares.
Yo
vivo en Bogotá desde hace 50 años, y siendo azarosa la vida acá, sobre todo en
ciertas noches y lugares —los que no frecuento, acomodándome a la “paz”
sedentaria del encierro doméstico—, jamás he visto, salvo en momentos como los
del Palacio de Justicia, balaceras que me obliguen a esconderme detrás de un
muro, para después emprender una carrera lleno de susto. Con muertos casi nunca
me he topado en Bogotá, a excepción de algún motociclista, ya cubierto por una
mortaja, cuyo deceso es producto de su propia imprudencia al no prever la de
quien conduce un bus, o un carro particular, de manera esquizofrénica por una
arteria sobresaturada. Pero lo veo de lejos, por casualidad, y eludo mirarlo en
detalle.
Pero
ataúdes en fila jamás me han tocado. Ni he visto revólveres cercanos con
alguien disparándolos. Ni me han llevado a cuarteles de policía a pasar la
noche, porque sí, aunque tenga papeles al día. En Bogotá, repito. Porque cuando
he salido a las regiones —antes en Bogotá se decía que “a la provincia”; yo
nunca dije así, pues soy de allá—, en plan de trabajo o paseo, sí me han pasado
cosas: llego, y de inmediato debo concurrir a entierros de personas muy
cercanas, matadas. Me han dado culata. He visto apuñalamientos, barberazos. He
pasado malos ratos en comisarías. Recuerdo una noche de sábado, en Sevilla, mi
pueblo, que me tocó un canazo colectivo, con 200 más, todos los que estábamos
en el parque. Una batida de orden público, bastante agresiva. Me soltaron a las
dos horas, porque a algún retenido se le ocurrió la mala idea de decirle al
comandante que yo era hijo ilustre del municipio, que yo hacía cine. “¿Y cómo
de qué hace películas el señor? ¿De Tarzán o qué?”, gritó el hombre, provocando
la risotada del resto de agentes. Mis paisanos guardados, en cambio, no
celebraron la gracia. Yo me limité a responder con un no a secas. Y el sargento
me dijo que me fuera. Salí de ahí con las patas en la moral, y fui a quejarme
donde el alcalde, por toda esa gente agarrada sin motivo, y me respondió: “Pero
tranquilo, hermano, que ya salió libre. Más tarde le presento al comandante de
la Policía, que es un bacán”. Al rato agarré flota para Bogotá. Si eso no es la
guerra, entonces no sé qué es la paz.
A
los pueblos les toca ver cadáveres, oír rockets y patearse esos tiroteos que
suenan como crispetas en un microondas. Los medios sólo muestran cuerpos
hinchados cuando son de guerrilleros, mientras que los difuntos institucionales
se meten a ataúdes y se cubren con banderas, convirtiendo la guerra en una
abstracción heroica y aséptica, por la que puede votarse no en el plebiscito,
sin remordimientos.
Por| Lisandro Duque Naranjo