Ya era una bobería, recién concluidos los
ocho años de Álvaro Uribe en la Presidencia, decir que éste los desperdició por
no haber intentado un acuerdo de paz.
“¡Con semejante favorabilidad pública!”, se
dolían algunos, como si la paz o la guerra fueran un simple problema de gustos,
dependiendo de si el presidente se levantaba un día con el pie izquierdo o con
el derecho. Como si la paz de un país fuera el único programa que se le pudiera
ocurrir a quien lo gobierna.
Pero ya es un lugar común asumir que Uribe
hizo cuanto pudo para no acabar nunca la guerra, pues el ambiente azaroso, el
despegue de aviones, la movida de tropas, las llamaradas en el campo, las
inversiones en armas —que por lo demás no son sometidas a auditorías muy
rigurosas, y muchas de las cuales, después del Plan Colombia, las ejecutaban
contratistas americanos— fueron rutinas con las que se sentía muy a sus anchas
y constituyeron un proyecto deliberado que cumplió con creces. Él tenía muy
claro lo que hacía. Vicioso de ese Play Station con víctimas reales, hasta
recién dejado el solio echaba de menos el tiempo que le había hecho falta para
“invadir” —como si fuera pan comido— a Venezuela, de lo que no se pudo quejar
con Ecuador, país a cuya soberanía le dio un tarascazo para acribillar a Raúl
Reyes y un mundo de insurgentes, lo que aquí se celebró como un episodio épico.
Claro: los bombardeos eran por allá lejos, y el mundo citadino agradecía que
sus hijos no fueran llamados a filas, que eso es para peones.
Uribe sabía que una sociedad con
alucinaciones bélicas es bastante lucrativa y manejable. Y que pelechan en ella
codicias que sólo en tiempos tranquilos se ponen en evidencia. Las de sus
hijos, por ejemplo, para no hablar de su jauría de amigotes, tanto los
fugitivos como los que estarían por caer, comenzando por él mismo, si es que no
se acoge a los tribunales especiales recién creados. Con que cuente menos de la
décima parte, su relato hará palidecer cualquier clásico sobre morgues, carnicerías
y robos continuados.
Qué bueno hablar de esto en pasado, cuando el
cese bilateral del fuego ha bajado las estadísticas de muertes violentas. Otra
cosa es que aún haya harta gente que no lleva las cuentas de los que no mueren,
pues son desconocidos y remotos. Y hasta piensan que, por ser vidas que no se
notan, el no haberlas salvado hubiera dado igual. Y hubiera quedado intacto el
honor de nuestros “héroes”.
De modo que irrita la idea, muchas veces
abordada, de que sin el apoyo de ese puntual expresidente y su secta de
furiosos y furiosas, la paz que se logre conseguir con los acuerdos de La
Habana será algo incompleto. Entonces le escriben y le escriben, hasta le
ruegan, que se sume a la caravana del sí al plebiscito y le arroje aunque sea
un mendrugo. Invitemos también a los cabezas rapadas a las bodas de la gente
inerme y a las barras bravas a las piñatas, para ser incluyentes, y repartamos vino
y ponqué a esos crápulas que constituyen, como dicen los medios, “la otra cara
de la moneda”. Y que se aparezcan con franelas y banderas negras, para estar todos,
al fin, “reconciliados”.
Por:
Lisandro Duque Naranjo