Escribo esto el
domingo 21, en la mañana, luego de un viaje brevísimo de tres días en el que
carecí, deliberadamente, de colectividad, pues la tarea a que fui me obligó a
mantener apagado el celular todo el tiempo.
No por eso dejé de
oírle a alguien, de pasada, sobre “la crecida del río Comuneros, en Bogotá, que
arrastró a varias docenas de habitantes de calle, ahogando a algunos, que se
encontraban en el canal de la avenida sexta con carrera 30. Eso pasó en la
medianoche del jueves 18.
Ya de regreso, y
sentado frente al computador, repito, el domingo 21 a las 10 a.m., abro Google
y me encuentro con fotos de esos peregrinos urbanos, unos 60, acostados sobre
las dos pendientes de cemento que se juntan en el lecho por el que fluye un
hilo de agua en el que navegan detritus. Son fotos diurnas, en las que se los
ve relajados, antes de que el caudal se les viniera encima en la oscuridad. El
cemento está seco y algunas prendas andrajosas están tendidas para orearse.
Tres días después del
desastre no se habla de víctimas, a excepción de una que, recién salida del
torrente que la despertó, tiritando y chorreando agua de su armadura de harapos,
fue atropellada por un carro.
Me cuesta, sin
embargo, creer que hubo apenas un muerto. Nada mas la hipotermia pudo ultimar a
varios. Para no hablar de los totazos en la cabeza que debieron darse ante la
embestida de esas aguas encajonadas que los agarraron dormidos. Hasta allí, y
otras partes —pues la Policía no los deja en paz y la gente los rechaza en los
lugares adonde se repliegan—, los ha llevado su errancia desde que la Alcaldía
los evacuó a la fuerza del Bronx.
Incumpliendo una
sentencia de la Corte Constitucional, que ordena no llevar a la fuerza a los
habitantes de calle hacia centros de rehabilitación, el actual alcalde y su
subsecretario de Seguridad se empeñan en que, para tenerlos en albergues, estos
adictos deben dejar de inmediato el vicio del bazuco. Y todo lo conexo que
conlleva ese consumo. En síntesis, volverse virtuosos de una manera exprés.
Esos funcionarios creen que la cosa es así no más, y mientras tanto les han
declarado una guerra impiadosa que por un instinto mínimo de conservación ha
terminado disgregándolos por toda la ciudad.
Inevitable recordar
que durante la “Bogotá Humana”, a esa pobrecía viciosa se le daba cama limpia,
muda lavada para que se cambiara y se le servía en la mesa sopa caliente.
Principio tenían las cosas, y con ese procedimiento no pocos emprendían el
camino del juicio, mediante tratamiento médico progresivo, e impactaban cada
vez menos el mundo urbano con su conducta alterada. Otro tanto se hacía con
madres de familia que trabajaban de noche, guardándoles de seis a seis sus
pelados, así fueran de brazos. Todos esos albergues fueron clausurados o
disminuidos en su cobertura.
Ya mismo deben ser
puestos en evidencia el señor Peñalosa y el subsecretario Mejía, antes de que
logren consumar una versión bogotana de la “solución final”.
No olvidemos que
frente a las víctimas del holocausto nazi, simulaba no saber nada esa población
que de lejos veía subir el humo y reconocía el olor de carne humana que
oscurecía el cielo de los campos de exterminio.
Por|
Lisandro Duque Naranjo