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El último día de la guerra

Decía Borges que no se imaginaba en qué idioma iba a morir.
Que moriría en español antiguo si acaso estaba leyendo a Quevedo, o en inglés isabelino si el último suspiro lo sorprendía leyendo a Skakespeare, o en alemán si la parca lo visitaba mientras leía a Goethe. Al final murió en Ginebra, quién sabe disfrutando qué autor y en qué lengua. Hablando del Ché Guevara, Cortázar decía que a lo mejor su última lectura no necesariamente había sido un texto marxista, sino tal vez algún libro de Jack London.

Los instantes solemnes del ser humano no siempre van acompañados de sentencias terminales, dignas del mármol, y no pocas veces alguna trivialidad les da un acabado sin adornos. La película Melancolía, de Lars Von Trier, trata del fin del mundo, por un choque planetario, a una hora determinada de dominio público. Y cuando el espectador espera que los personajes se pongan en una situación de trascendencia, digna del último día, éstos en realidad lo que hacen es extremar lo que ya hacían habitualmente: pelearse, maldecir su destino, y casi que lavar bien los platos para que el apocalipsis no encuentre la cocina sucia. Ni siquiera rezan. Hay una muy buena película colombiana, Crónica del fin del mundo, de Mauricio Cuervo, que aborda también el tema de la extinción del planeta, a causa de la profecía maya. Y su protagonista, un jubilado lleno de amargura, se dedica, en el que él cree será su día postrero, a llamar por teléfono a todos los que a lo largo de su vida le hicieron daño, para insultarlos: cobradores, expatrones, mujeres que lo desairaron. Obvio que sus rencores acumulados se le vuelven un problema cuando la tal profecía no se cumple.

No siempre las grandes rupturas tienen que ver con la muerte. En la historia de la humanidad hay procesos paulatinos que de repente se desenlazan en una primicia monumental a partir de la cual nada vuelve a ser igual. Decía Walker, el protagonista de Quemada, la película de Pontecorvo, que “a veces lo que se ha esperado durante 100 años, termina ocurriendo en un día”.

Fue lo que pasó, justamente, el pasado jueves 23 de junio, en La Habana, cuando se firmó el cese bilateral al fuego, entre el presidente de la república, Juan Manuel Santos, y el comandante de las Farc, Timoleón Jiménez. No por mesurados los discursos, del evento, sin embargo, emanó algo como un sortilegio, y si los creyentes así lo quieren, digamos que una epifanía. En muchos testigos, sea porque concurrieron en persona, o porque lo presenciaron por televisión, una lágrima intimista hizo inclinar la cabeza. Asistíamos al “último día de la guerra”.

No puede atribuirse al fútbol —a causa de la derrota de la selección la noche anterior, o aunque hubiera sido una victoria— el hecho de que las grandes ciudades colombianas no hubieran estallado en apoteosis, pues acá los no muertos próximos no son dignos de celebración, haya o no haya partido. Ni los que ya murieron fueron dignos de dolor, salvo de parte de sus más allegados.

La paz y la vida aquí están entrando por la puerta trasera. Metiéndose de intrusas. Un señor sombrío ha vuelto a los colombianos más prosaicos que antes, hasta el punto que, como decía Wilde, “donde unos se gozan un paisaje, otros pescan un resfriado”. Pero no importa: todas las vidas que desde ahora no van a perderse, se harán sentir en breve. Póngale la firma.

Por: Lisandro Duque Naranjo