Decía
Borges que no se imaginaba en qué idioma iba a morir.
Los instantes solemnes del ser humano no
siempre van acompañados de sentencias terminales, dignas del mármol, y no pocas
veces alguna trivialidad les da un acabado sin adornos. La película Melancolía,
de Lars Von Trier, trata del fin del mundo, por un choque planetario, a una
hora determinada de dominio público. Y cuando el espectador espera que los
personajes se pongan en una situación de trascendencia, digna del último día,
éstos en realidad lo que hacen es extremar lo que ya hacían habitualmente:
pelearse, maldecir su destino, y casi que lavar bien los platos para que el
apocalipsis no encuentre la cocina sucia. Ni siquiera rezan. Hay una muy buena
película colombiana, Crónica del fin del mundo, de Mauricio Cuervo, que aborda
también el tema de la extinción del planeta, a causa de la profecía maya. Y su
protagonista, un jubilado lleno de amargura, se dedica, en el que él cree será
su día postrero, a llamar por teléfono a todos los que a lo largo de su vida le
hicieron daño, para insultarlos: cobradores, expatrones, mujeres que lo
desairaron. Obvio que sus rencores acumulados se le vuelven un problema cuando
la tal profecía no se cumple.
No siempre las grandes rupturas tienen que
ver con la muerte. En la historia de la humanidad hay procesos paulatinos que
de repente se desenlazan en una primicia monumental a partir de la cual nada
vuelve a ser igual. Decía Walker, el protagonista de Quemada, la película de
Pontecorvo, que “a veces lo que se ha esperado durante 100 años, termina
ocurriendo en un día”.
Fue lo que pasó, justamente, el pasado jueves
23 de junio, en La Habana, cuando se firmó el cese bilateral al fuego, entre el
presidente de la república, Juan Manuel Santos, y el comandante de las Farc,
Timoleón Jiménez. No por mesurados los discursos, del evento, sin embargo,
emanó algo como un sortilegio, y si los creyentes así lo quieren, digamos que
una epifanía. En muchos testigos, sea porque concurrieron en persona, o porque
lo presenciaron por televisión, una lágrima intimista hizo inclinar la cabeza.
Asistíamos al “último día de la guerra”.
No puede atribuirse al fútbol —a causa de la
derrota de la selección la noche anterior, o aunque hubiera sido una victoria—
el hecho de que las grandes ciudades colombianas no hubieran estallado en
apoteosis, pues acá los no muertos próximos no son dignos de celebración, haya
o no haya partido. Ni los que ya murieron fueron dignos de dolor, salvo de
parte de sus más allegados.
La paz y la vida aquí están entrando por la
puerta trasera. Metiéndose de intrusas. Un señor sombrío ha vuelto a los
colombianos más prosaicos que antes, hasta el punto que, como decía Wilde, “donde unos se gozan un paisaje, otros pescan
un resfriado”. Pero no importa: todas las vidas que desde ahora no van a
perderse, se harán sentir en breve. Póngale la firma.
Por:
Lisandro Duque Naranjo