¿Cuánto
tiempo requiere una sociedad de ocho millones de individuos para reaccionar de
manera compacta, o al menos desde sus fuerzas más decisorias, frente al daño
irreparable que puede significarle a su futuro inmediato la continuación de su
funcionario principal?
Esperemos
que no demasiado, porque los errores de concepto del actual alcalde en las
proyecciones físicas de la ciudad, tan pronto arranquen, causarán efectos
calamitosos. Algunos de esos errores, sin embargo, ya empezaron, y lo que
tienen de incorregible, por fortuna, es apenas simbólico. Por ejemplo, el que
da de baja la serie documental Un mundo de Gabo de la plataforma de YouTube y
de la página web de Canal Capital. Involucrar a nuestro premio Nobel, el único
colombiano ya intemporal y para siempre, en la colada contra la “Bogotá más
humana”, es un hecho impresentable que reverdece los laureles de plástico de
aquellos tiempos en que Álvaro Gómez Hurtado se opuso, sin lograrlo, a la
transmisión de la serie La mala hora, hecha por RTI en 1978. Que porque era
subversiva. Me imagino que ahora se diría a secas que por petrista. Desde luego
es más inquietante que la opinión pública —o aunque sea la comunidad artística—
no se pellizque ante ese acto de censura, comparable también a la prohibición
del tango Cambalache por parte de la dictadura argentina y los poemas de Neruda
durante la de Pinochet. Por fortuna esas vergüenzas ocurren en el plano de lo
intangible y lo sutil, y cuando por fin se restablece la sensatez —algo que a
veces sucede—, García Márquez, Santos Discépolo y el autor de Residencia en la
Tierra recuperan su vuelo. La posteridad, entonces, aludirá a una minucia del
tiempo en la que a algún tirano le fastidiaron los genios del arte y los puso
fuera de circulación.
El
problema del actual alcalde es que a futuro, si los bogotanos no nos
despabilamos ya, se convertirá en un referente de chambonadas materiales
irreversibles que para entonces estarán enrojeciéndonos los ojos, urgiéndonos
de sed, torturándonos la garganta y los pulmones. En escala mayor que el humo
de la marihuana que él cree nos invadirá si hacemos el tren de cercanías. La
estética también sufrirá mengua, pues la depredación urbanística instaura un
paisaje de fealdad perpetua. Que me perdonen los de Medellín, pero el haber
firmado el alcalde Peñalosa un contrato de asesoría con ellos para el metro de
acá es un exabrupto. Que lo digan los peatones de allá, para quienes esa joya
mozárabe que es el palacio de Calibío, en la plaza de Berrío, y esa pieza
patrimonial que es el hotel Nutibara, con su plazuela y todo, quedaron para ser
gozadas solo como un espectáculo fragmentario y escondido por entre las
rendijas de esa fierramenta espesa sobre la que se levantan las estaciones elevadas
del metro en el centro.
Se
demoró poco Peñalosa en quedar en evidencia. La tecnología como que le resbala,
pues ni le ha servido para darse cuenta de que sus mentiras curriculares eran
pan comido en esta contemporaneidad, donde hasta la información más menuda es
accesible. Bastaba un clic para agarrarlo en flagrancia, y de eso se ocupó una
pelada culta llamada Juana Afanador Mejía.
Ahora
ya nadie va a creerle al alcalde ni siquiera cuando acierte o rectifique. Algo
que le queda grande. Viajar tanto solo le ha servido para acumular millas y
tomarse fotos, pues no ha conocido lo que se dice nada. De su incompetencia
académica sería prueba suficiente su carencia de un sentido de las escalas, y
no lo digo por las que se hacen en los aeropuertos, sino por su hiperdivulgado
Libro Blanco contra Petro, que resultó ser apenas un exiguo folleto gris de 16
páginas. Tanto cacareo para un huevito como ese.
Ya
tiene edad Peñalosa como para no seguírsele aceptando sus travesuras de gomelo
del siglo XX. Pero él como que se quedó ahí, en ese “o sea” ya antiguo.
Por| Lisandro Duque Naranjo