Bastante
ingenuo el doctor Peñalosa si cree que los ciudadanos de Bogotá –hayan o no
votado por él–, le van a permitir que imponga su mesianismo neoliberal, con un
borrón y cuenta nueva, frente a proyectos de la ciudad cuyo origen es producto
de rigurosos estudios, y a muy alto costo, no solo de la administración
anterior sino de algunas que la anteceden.
La
reserva Van der Hammen, por ejemplo, fue declarada –con todas las legalidades
del caso–, zona intocable desde el año 2000, por su condición estratégica
para conectar el río Bogotá con los recursos hídricos de los cerros orientales.
Pero para el alcalde, “esos son apenas potreros”, dignos, a su juicio, de
volquetadas de concreto. Esa es la manera, como de gamonal pueblerino, que
tiene el doctor Peñalosa para expresarse sobre asuntos sensibles que han pasado
por el examen de la ciencia. Se quedó en el siglo XX el hombre.
Con
el tema del metro es igual, sin importarle que el análisis con base en el cual
se le asignó ya un trazado a la primera fase, que él insiste en modificar a la
bartola, haya costado 135 mil millones de pesos. Y no es por la plata gastada
–que en tratándose del alivio en la movilidad es algo exiguo–, sino por su
obsesión de minimizar, y ojalá desaparecer, y ahí sí sacarla barata, una
iniciativa con la que los habitantes de la ciudad vienen en suspenso, y de
trancón en trancón, desde hace cuarenta años. Obvio que el doctor Peñalosa ha
sido siempre un enemigo del metro, pero lo es más ahora porque quien finalmente
le puso manos a esa obra fue Gustavo Petro. ¿Se aguantarán los ciudadanos esos
caprichos del señorito?. Que incluyen ganas de vender la ETB, de negarse a
continuar la recuperación del Hospital San Juan de Dios, de borrar los colores
murales de los grafiteros, de mermarles cupos a las guarderías para los hijos
de hasta cinco años de edad de las trabajadoras nocturnas, de rebajarles las
subvenciones a las sedes teatrales, de “racionalizar el gasto” (en el habla
gomela se le llama así a la quitada del presupuesto) en los centros “Bakatá” de
recuperación para los habitantes de la calle, etc.
Y
bueno, entre lo que más le ha rendido el tiempo al alcalde para apenas el mes y
22 días que lleva en ese puesto, está el hecho de que ahora Bogotá resuelve a
bolillo venteado todo lo que a su gabinete filipichín se le antoja anómalo: las
trabajadoras sexuales y los vendedores informales. No sabe uno por qué les
estorban tanto esos oficios a los miembros de ese séquito. Si ellos nunca han
sido peatones del centro, porque “eso queda muy al sur”. Y de la plaza de
Bolívar apenas conocen las misas en la catedral, los negocios en el capitolio,
las intrigas en las cortes y desde este año sus chanfainas en el palacio
Liévano. Un peligro esa patota aséptica que además de no soportar a la urbe
dispareja, fruto de la inequidad ancestral y de una larga guerra, le ha
eliminado de entrada a su simbología institucional cualquier alusión a la paz.
Demasiado exabrupto para una sola ciudad. Qué pena con el resto del país.
Por| Lisandro Duque Naranjo
En
próxima columna, debo hablar sobre Canal Capital. Inevitable.