Creo que ennoblezco mi tiempo dedicándole esta columna al único ídolo
que he tenido en la vida, el recientemente fallecido Ramón Hoyos Vallejo.
Nuestro corredor local era Ernesto Gallego,
La Pulga, muerto también hace poco, al que amábamos los sevillanos porque
llevaba el nombre de nuestro pueblo en su camiseta por las carreteras de un
país al que conocíamos de oídas, por lo que nos contaba de él, desde la radio,
el locutor Carlos Arturo Rueda. La Pulga ocupó el tercer lugar en la tercera
vuelta, y ya octogenario, sus contemporáneos todavía seguían preguntándole por
sus hazañas en su almacén de bicicletas.
Los ricos del pueblo alojaban a las estrellas
Efraín Forero y José Beyaert, este último un francés de anteojos, idéntico a
Clark Kent, dueño de la panadería Francesa en Bogotá, y quien se había ganado
la II Vuelta. Los menos ricos les daban posada a los de la mitad en la
clasificación general, y los pobres, se llevaban a dormir a Jesús María Lucumí,
un morocho caucano que se especializó en ser el colero de la competencia durante
mucho tiempo, razón por la que lo llenaban de regalos en las premiaciones. El
otro ciclista de las negritudes era Héctor Mesa Monsalve, un paisa muy cuajado
y de bozo, que junto a Francisco Luis Otálvaro, Honorio Rúa y Justo Pintado
Londoño, conformó esa élite de pedalistas que le aplicaban la licuadora a
quienes pretendieran arrebatarle la camiseta a ese fuera de serie que fue Ramón
Hoyos.
La primera etapa que ganó en una Vuelta a
Colombia Ramón Hoyos, terminaba en Sevilla, en 1952, y de ahí en adelante nadie
volvió a verlo en las curvas, ni en las subidas, hasta el 57. Le dio cinco
vueltas a este país siempre adelante, y en una de ellas se alzó con 12 etapas.
Los pelados de entonces le llevábamos las
cuentas a sus minutos y kilómetros, capábamos clases para escucharlo batirse en
México con Porfirio Remigio y Rafael Baca, y experimentábamos la sensación de
formar parte de un país heroico y expedicionario cuando en el 56 viajó a los
Olímpicos de Melbourne en un avión de hélice, un Superconstellation, que hizo
12 escalas. Llegó de 36 en la prueba de ruta, lo que en un planeta de mayor
tamaño que el de ahora, se nos antojó, y lo era, una proeza patria.
Una vez vino a correr aquí Fausto Coppi, el
campeonísimo del Giro y del Tour, y le dio la pálida en nuestros caminos de
herradura. Los colombianos sacábamos pecho diciendo: “Ramón le dio sopa y
seco”.
Después llegó Rubén Darío Gómez, el “Tigrillo
de Pereira”, y como yo vivía allá, lo asumí como mi nuevo prócer de las
carreteras, al decretar, en el 59, el ocaso del rey de la década, del
pentacampeón que acaba de cumplir su última etapa.
Por: Lisandro Duque Naranjo
Imágen de Redes Sociales