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El dolor y la risa

Por una piedad básica de mi temperamento, no quisiera ver nunca, como pacientes, en un quirófano o en una silla odontológica, a dos de los miembros de la cabina de locución de Blu Radio: Juan Lozano y Juan Roberto.

Supongo que ambos, en el momento previo a la anestesia, y para ser consecuentes con las preocupaciones cívicas que ostentan en la radio, le preguntarán al anestesiólogo: “¿Me garantiza, doctor, que eso que me va a inyectar no me va a causar adicción o pérdida de la memoria, o algún goce insano?”. Obviamente el anestesiólogo podría contestarles que si acaso temen ese riesgo, puede perfectamente no anestesiarlos y que ellos asuman el dolor que quizá les produzcan los bisturís al rasgar sus pieles o encías. Que la anestesia no es obligatoria. Problema de ellos.

Me leí hace años el libro El siglo de la cirugía. Lo recibí del doctor Benjamín Reyes, el médico encargado de operar a mi mamá de una úlcera péptica en el antiguo hospital San José de Sevilla. Él creyó que al ponerme en contacto con esas páginas llenas de enfermos y de cirujanos que trataban de salvarlos, yo podría relajarme un poco del miedo que me causaría ver entrar a la que me dio la vida, acostada en una camilla, hacia una sala iluminada por lámparas espectrales donde la esperaban unos seres enmascarados que manipulaban tijeras, pinzas y escalpelos. Y sí, el médico logró su propósito, pues durante las cinco horas que duró la operación —más los cuatro o cinco días del posoperatorio, después de los cuales mi mamá salió a salvo hacia la casa, hablando rarezas—, me devoré ese libro sin dejarme distraer por el trajín de las enfermeras que, con sus guantes de látex untados de sangre, circulaban por los pasillos portando tumores en platones de aluminio, o llevando a la carrera cilindros de oxígeno para calmar pulmones desesperados. Una atmósfera mandada a hacer para esa lectura.

Uno de los capítulos que más recuerdo fue el del descubrimiento de la anestesia, en 1846, por parte de dos médicos bostonianos, William Morton, cirujano, y Horace Wells, odontólogo. Ambos asistieron, casualmente, a un circo en el que se ofrecía un número de payasos que se golpeaban con sillas de madera hasta desbaratarlas contra sus cuerpos, y aún así no paraban de reírse. Al final del espectáculo, los doctores les examinaron las heridas, algunas muy profundas, a esos payasos, y les impresionó que éstos siguieran felices y diciendo disparates. Al investigar la razón de esa indiferencia ante el dolor, descubrieron que los actores, antes de enfrentarse al público, aspiraban gases hilarantes, un compuesto de éter y óxido nitroso, un par de alcaloides. De ahí en adelante los dos científicos, no sin sufrir a veces el escarnio de sus colegas y de la sociedad, experimentaron con sus pacientes esos alucinógenos, y de ahí procede ese beneficio universal de la anestesia, que le ha aliviado el tormento físico a la humanidad.

168 años después de ese favor de los payasos al mundo, en Colombia, al senador Juan Manuel Galán le ha tocado casi volverse médico en su terminología para convencer al Congreso, y a un sector de la opinión, sobre la justeza de usar la marihuana para fines terapéuticos. Obvio que le han caído tuiters y centellas por parte de tantos Juanes que nunca faltan, a quienes les preocupa que la disminución del dolor, lograda por la cannabis, derive, de pronto, en un vicio hacia lo “recreativo” que procura esa yerba. Y a causa de ese temor, amenazan con atravesarle hartos perendengues a la norma que autorice la circulación de ese remedio “maldito”.

Se ve que nunca les ha dolido ni una muela, pues esos obstáculos existen hace rato. Aquí, la compra de cualquier analgésico controlado somete al paciente a recibir, de parte de muchos farmaceutas que se sienten casi de la DEA, un trato como si estuvieran frente a un capo del microtráfico. Me consta, pues lo sufro a diario.
Por: Lisandro Duque Naranjo
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