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Gabo y La Habana

Me hubiera gustado estar en Cuba este 17 de diciembre, para ser testigo del momento en que su presidente, Raúl Castro, y el de Estados Unidos, Barack Obama, en alocuciones simultáneas para sus respectivas naciones —aunque escuchadas por el mundo entero—, informaron de la reanudación de las relaciones entre Cuba y EE.UU., rotas por este último país hace 55 años.

Me faltó una semana para alcanzar a disfrutar, en el sitio adecuado, ese hito histórico del que se hablará siempre de aquí en adelante, pues estuve en La Habana sólo hasta el 10 de diciembre, con motivo de la edición 36 del Festival del Nuevo Cine Latinoamericano. Fui testigo, sin embargo, de algo que ya es suficiente como emoción comparándolo con lo que habría de ocurrir después: el homenaje que le rindió el certamen a Gabriel García Márquez. La inauguración, en el desmesurado teatro Karl Marx, donde los aplausos de cinco mil concurrentes no permitían escuchar los propios, me permitió recordar al escritor tantas veces sentado en ese proscenio, o entregando corales a los ganadores, o conversando en el lobby, en una actitud de entrega a la muchedumbre que quizá sólo en esa ciudad se dio el lujo de rodearlo sin que él se asustara. El momento más solemne fue cuando, luego de exhibirse un documental cubano sobre las muchas presencias de G.G.M. en La Habana, que concluyó con unas palabras suyas en las que, hablando de Pablo Milanés, decía: “En la casa de Pablito no hay dónde sentarse, porque los sofás y las poltronas siempre están ocupadas por saxofones, contrabajos y guitarras”, se oscureció la enorme sala, se produjo un silencio reverencial en el que hasta toser hubiera sido una profanación, y el telón empezó a alzarse para mostrar los instrumentos del recién aludido por nuestro Nobel. El cantautor, sentado en las penumbras, inició un concierto con las seis canciones que, siempre que se reunían a fiestear, Gabo le pedía. Recuerdo tres: “Yolanda”, “Los días de gloria” y “Me gusta La Habana, como era y como es”. Vi lágrimas despeñándose por muchas mejillas, y las sentí en las propias, sobre todo cuando esa voz épica y melancólica cantó: “Los días de gloria se fueron volando/y yo no me di cuenta/sólo la memoria me iba sosteniendo/de lo que un día fui…”.

Un pueblo cercano a La Habana, Cojímar, se hizo célebre porque de su playa era de donde Hemingway zarpaba a pescar, hasta que un día su imaginación arponeó esa pieza —El viejo y el mar—, que le valió el Nobel. También es lugar de peregrinación literaria en Cuba la finca “El Vigía”, en las afueras de La Habana, en cuyos terrenos el escritor norteamericano les hizo un cementerio, con las tumbas marcadas, a sus docenas de gatos. En el “Floridita”, en la ciudad vieja, se conserva la silla de la barra donde se sentaba ese bohemio barbado a pedir los daiquirís, dicen que inventados por él, que todavía les preparan los barman a los turistas que quieren volverse literatos.

No podrían los cubanos poner placas en todos los lugares que frecuentaba Gabo en La Habana. Ni en “Las dos gardenias”, adonde se volaba cuando quería escuchar boleros. Ni en los hoteles Riviera, Nacional o Capri, a los que llegaba en temporadas de festivales a oír hablar colombiano, o en cuyos comedores invitaba a manteles a sus amigotes del cine. Ni en la carretera de La Habana a San Antonio de los Baños, en la que hundía el acelerador a 130 mientras escuchaba música de quien fuera, aunque se tratara de Julio Iglesias, con tal de que la hubieran compuesto Manuel Alejandro o Manzanero. Ni en el restaurante “Paladar de Lucy”, cuyos moros y cristianos le hacían olvidar la dieta. Ni…

Por: Lisandro Duque Naranjo