Entre los argumentos más rebuscados que
menudearon esta semana, a propósito del proyecto de la Alcaldía de construir
viviendas para familias desplazadas en sectores “exclusivos” de Bogotá,
estuvieron los de algunos vecinos que, ante la “inminente invasión de pobres”,
decían: “¡Pero si por aquí no hay hospitales ni escuelas!”.
Sospechoso humanismo ese, pues ellos carecen
también de esos servicios en las proximidades de sus domicilios, que además no
es pertinente tenerlos, por razones de ruido que no convienen a los pacientes,
o por alta concentración de vehículos, que serían un peligro para los
escolares. Faltó que echaran de menos la existencia de cárceles y cementerios
por los lados de la Zona Rosa o del parque de la 93, pues para ellos, la
cotidianidad de las gentes con bajos recursos está asociada, ineluctablemente,
a los imaginarios extremos que describe Óscar Agudelo en La cama vacía.
No conciben a los ciudadanos de estratos
menores a los suyos en circunstancias no dramáticas, ni ejerciendo como
parroquianos el derecho a recuperar el hilo perdido de sus existencias, ni como
usuarios de bienes sencillos pero honorables (¿por qué será que aquí hay que
poner la conjunción “pero” entre las palabras “sencillo” y “honorable”?), sino
como una gleba andrajosa que les va a ensuciar su entorno de “gente bien”, a
llenarles de mercancía los andenes y de montallantas las esquinas,
“desvalorizándonos la propiedad”. “El bolchevismo”, “la polarización”, “el
doctor Zhivago”, mejor dicho. Incluso una periodista radial, de nombre Vanesa,
dijo que esa iniciativa era “incendiaria”. Y claro que me pareció inesperado,
viniendo de quien vino, el argumento de Carlos Vicente de Roux —quien por
fortuna barajó también otros muy sensatos a favor del proyecto—, en el que
invocó, como factor adverso a esas viviendas, “el alto costo del metro cuadrado
en ese sector”. ¿Qué le pasa, concejal? Esos cálculos inmobiliarios no vienen
al caso, pues los lotes son del Distrito.
También a muchos les preocupa que a “esa
gente” no le alcance la plata para comprar en Zara o en Mango. Qué
considerados. Y todo porque suponen que van a atravesarles los puestos de
chontaduro a la salida de Wok. ¿Y qué si así fuera, con lo ricos que son? A mí
lo que me parece es que esos nuevos habitantes pueden más bien adecentar ese
norte frívolo, cambiarle ese lenguaje de “oh, my God!”, enseñarle a comer mejor
e introducir algo de desorden visual a esa caricatura de urbanismo maiamero. De
modo que a no permitir en Bogotá ese apartheid que la clase dirigente
cartagenera le impuso a su ciudad, por cuyo centro histórico no circula el
personal criollo sino las hordas de turistas tomándose selfies y husmeando la
tediosa sazón de crepes y pizzas.
Hay una mirada maniquea hacia el desplazado.
Un desconocimiento sobre sus tradiciones de cuando la Arcadia lejana era suya.
Se lo quiere mimetizar con el habitante de calle, persona igualmente
respetable, pero cuyo origen no forzosamente es el mismo de la víctima del
conflicto armado y a la que para rehabilitar concurren decisiones e instancias
muy diferentes. Que tampoco les gustan a los acomodados de alma pobre que se
rehusaron a sacar la bolsa blanca de plástico en el diciembre aquel de las
basuras.
* * *
Diego Angulo es un intelectual afrocolombiano
estudioso y muy activo en la defensa de los derechos de su comunidad. Si el
Consejo Nacional Electoral decide en justicia, en los próximos días, los
nombres de las personas que deben ocupar la verdadera representación de las
negritudes en el Congreso, el país conocerá en él a un dirigente inédito y
necesario. Y no seguirá sobrellevando la vergüenza de que sigan ejerciendo esa
representación dos personas —María del Socorro Bustamante y Moisés Orozco— que
no pertenecen a esa condición étnica.
Por, Lisandro Duque Naranjo