Creo que fue en el libro “Los años del tropel”,
de Alfredo Molano, que leí un testimonio de uno de los “pájaros” del célebre
criminal vallecaucano el Cóndor Lozano, quien decía que su jefe nunca los
incitó a cometer masacres con órdenes muy explícitas, del tipo “vayan a matar a
esa gente y quémenles el pueblo”.
No, el Cóndor se limitaba a decirle a su
chusma: “Los liberales de Naranjal están hablando mucho últimamente...”, o “esa
gente de Ceilán como que se está pasando de la raya”, o “a los cachiporros de
La Tulia va a tocar hacerles una visita…”, etc. El hecho es que, poco tiempo
después de haberse pronunciado esas expresiones sibilinas, en Naranjal, Ceilán,
La Tulia y Betania ocurrieron las invasiones nocturnas de los vándalos
conservadores que, a los gritos de “¡Viva Cristo Rey y abajo los masones!”,
asesinaron a docenas de familias liberales (sólo en Ceilán fueron 150 los
muertos), y les prendieron candela a casi la totalidad de las casas.
Al Cóndor, no obstante contabilizársele más
de 4.000 víctimas, nunca se le hizo juicio, pues era amigo de Laureano Gómez,
Mariano Ospina Pérez y Gustavo Rojas Pinilla —lo que le daba una patente de
corso para sus atrocidades—, y su muerte ocurrió en Pereira, en el 57, al ser
abaleado por antiguas víctimas liberales. En mi pueblo, Sevilla, circula la
leyenda de que fueron gentes de ahí las que le hicieron el viaje.
Sin embargo, de haber tenido que comparecer
el Cóndor ante los tribunales, es probable que las formalidades de nuestra
jurisprudencia le hubieran significado su absolución. Porque su frase “va a
tocar hacerles una visita” no tiene la menor consistencia probatoria y bien
hubiera podido hacerla valer el hipotético acusado como el cumplimiento de un
protocolo amable entre amigos o vecinos, algo así como ir a saludarlos, en
lugar de una orden perentoria de eliminación física.
Ese uso taimado y regional del lenguaje,
exento de consecuencias judiciales, me recuerda la sentencia de Bertolt Brecht:
“Hay muchas formas de matar a un hombre, pero pocas están prohibidas en este
país”. El lenguaje jurídico es muy plano y de una literalidad encubridora, lo
que hace que las astucias de los abogados pelechen exitosamente.
Eso en cuanto a los jueces. Ya respecto a los
obsecuentes del jefe, les basta con que éste “les dé a entender” las órdenes
para que ellos se encarguen del resto.
En el caso de la mafia italiana, el sólo
hecho de que un padrino bese a uno de sus hombres en la mejilla y lo estreche
fuertemente quiere decir que éste ya quedó sentenciado. Pero ese es un ritual
sin palabras, por el que no pueden procesarlo. Yo al menos, en ninguna película
de ese género, he visto a un juez condenando a un capo por haber sido agarrado
en flagrancia dando uno de esos besos mortales. Difícil ese cuerpo del delito.
No tengo, pues, la menor duda, de que
cualquier hombre con poder sobre un grupo, o una muchedumbre, conoce los
alcances que sobre éstos generan sus gestos o palabras. De allí que me parezca
justa la demanda que contra Álvaro Uribe puso el gerente de Canal Capital,
Hollman Morris. Haber dicho el expresidente a los cuatro vientos que “ese
canal, lo mismo que Telesur, son un brazo del terrorismo Farc-Maduro-Cuba”
constituye un llamado a la alevosía anónima contra cualquiera que se ponga la
chaqueta que identifica a esos medios. Un camarógrafo de Canal Capital denunció
que la dueña del apartamento del que era inquilino lo echó, sin mediar arreglo
ni contrato, luego de escuchar al energúmeno jefe de Cambio Democrático.
Quien además ni siquiera tiene la sutileza de
dirigirse a sus huestes en los términos eufemísticos y simbólicos en que lo
hacía don León María Lozano. Le ganó el tulueño en modales.
Por, Lisandro Duque Naranjo
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