Decía Sartre que “hasta tomándose un café,
hay que cambiar el mundo”. En mi caso, he tratado de lograr lo mismo, pero
endulzándolo.
Mi primera experiencia con la sociedad de
consumo fue en Caracas, en 1979. Eran los famosos “años del 4,30” (un dólar
costaba cuatro bolívares con treinta centavos, que traducidos a plata
colombiana de entonces eran $8.600). En los quioscos el café se servía en vasos
de cartón, el azúcar llegaba al cliente empacada en diminutas bolsas de papel y
se revolvía dentro de la bebida con un pitillo de plástico de diez centímetros.
Desde el principio, me empezó a perturbar que dentro de la segunda bolsita
siempre quedara la mitad del azúcar, que se arrojaba luego a la basura, junto
con el vaso y el pitillo. En las mesas colectivas, por simple recato cultural,
cuando me servían un café, lo endulzaba con el azúcar de las bolsas que mis
contertulios dejaban por la mitad, y le devolvía al mesero las bolsas selladas.
Obvio que me miraban raro. Treinta y pico de años después de esa estancia en
Caracas, cuando ya a Colombia llegó ese modelo de derroche, me sigo comportando
igual: en mi lugar de trabajo, uso un solo pocillo de cartón para los tintos de
todo el día, y echo en ellos el azúcar que el resto de usuarios ha dejado
intacta en las bolsas abiertas.
En ese entonces, el golpe para mí fue duro,
pues yo llegaba de una Colombia parca en sus gastos: el azúcar en los cafés venía
en recipientes de pedernal y se le echaba al tinto con pequeñas cucharas
metálicas. Lo más sofisticado era el azúcar en cubos, que uno contemplaba
desmoronarse en los pocillos. A los zapatos se les cambiaban los tacones cuando
a su dueño se le torcía el caminado, e incluso había remontadoras en las que se
les ensamblaba la suela completa, para un segundo estreno. Había sastrerías
para angostar solapas, conventos en los que se les tejían los huecos a las
camisas y casas en las que se remallaban medias, oficio para el que eran
necesarios bombillos fundidos.
Con el jabón de baño soy también ahorrativo:
cuando ya no me queda en el dispensador más que una latica delgada, que además
se endurece, introduzco esa sobrevivencia de tantas lavadas en un vaso de agua,
para ablandarla, y al día siguiente la adhiero en la superficie del jabón
nuevo, que me queda así de varios colores. Si hiciera cuentas, veinte sobrantes
de esos, dignificados, constituyen un jabón completo. Una tacañería cívica.
Cuando abro la ducha, pongo un balde para que
reciba el agua fría mientras el chorro se calienta. Esa es la que uso para
vaciar el sanitario y ahorrarle al planeta el mundo de litros que se
desperdician por una simple orinada. Y recuerdo con nostalgia la campaña de
Bromberg y Mockus a favor de la agüita amarilla. Y con cierta rabia, el
diciembre aquel en que los enemigos de Petro, por tratar de tumbarlo, le
boicotearon su iniciativa de las bolsas negras y las bolsas blancas, que
debiera reiniciarse.
Detesto botar minucias que tienen derecho a
una segunda vida. Cada que recibo esas tiras de papel largas que me entregan en
las registradoras, me pregunto cuántos árboles habré tumbado con mis compras.
Aunque aparentemente inocuas, a estas
disciplinas personales habrá que agregarles otras, esas sí dramáticas, en vista
de que la naturaleza ya empezó a cobrarnos el despilfarro universal, y antes de
que lo haga de un solo viajado. Nueva Orleans, La Guajira, Yopal, Santa Marta,
etc., son la prueba de que si no hay un calentamiento de la conciencia
personal, si el modelo económico no corrige sus excesos, si los estados no le
entran a saco a la codicia empresarial, y si seguimos fetichizando lo no
imprescindible, ya veremos también a las grandes urbes convertidas en un
paisaje de humanos muertos, como aquellos chigüiros.
Por, Lisandro Duque Naranjo
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