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Fútbol y culinaria

Estoy de acuerdo con quienes piensan que la sanción de la FIFA al jugador Luis Suárez debió ser similar a las que habitualmente se imponen a los futbolistas que usan armas corporales como la cabeza (Zidane), las patadas (Pepe), los taches de los guayos (Gerardo Bedoya), o simplemente los codos. Cualquiera de estas puntas o extremos de la anatomía humana pueden ser más letales que las dentelladas que acostumbra Luis Suárez. La verdad sea dicha, en la fracción de tiempo que le llevó al jugador uruguayo hincar sus dientes sobre el hombro de Chiellini, el daño permanente que pudo causarle fue mucho menor, pues esa zona es más hueso que tejido blando. Y además porque la dotación dental del homo sapiens carece de la fortaleza mandibular que requerían los prehomínidos, cuyos caninos eran puntudos para desgarrar las piezas de carne cruda que debían consumir. Hoy, en cambio, para poner a prueba la eficacia de una mordida, basta con echarle un tarascazo a una manzana.

La infracción de Suárez no alcanza, pues, a asociarse con la legendaria hemofagia de Drácula, pues hubiera requerido de que le entrara al italiano a la yugular, que le quedaba cerca. Lo que sí reactivó fue el imaginario refinado y terrorífico de la antropofagia, que cuenta con el prestigio de esa personalidad reciente que es Hannibal Lecter, quien lleva en su lonchera, cuando viaja en primera clase, su buena ración de rebanadas de masa cerebral extraídas a un fulano al que le ha hecho una trepanación perfecta, en vida, que es lo que parece que le da mejor sabor a los sesos.

También sirvieron para convocar consenso contra el muchacho uruguayo esos atavismos que la especie humana cultiva con cierta fruición a propósito de “comerse a los otros”, y que logran su consumación simbólica en el plano de la sexualidad. Pero que de ahí no pasan, salvo en los casos de sicópatas muy glotones en cuyas neveras, y a veces debajo de las camas, se encuentran partes de sus víctimas a las que delata su podredumbre. Cuando por sobrevivencia los accidentados del avión aquel de los Andes, hará 40 años, se comieron el cuerpo del cadáver de uno de sus compañeros –debidamente conservado por el freezer de las nieves perpetuas–, confesaron luego que la parte más gustosa fueron sus muslos. Todo parece demostrar que entre un cerdo y un ser humano la textura de las piezas no difiere mayor cosa. Y se sabe que en comunidades antiguas que practicaban el canibalismo –unas veces por ritual y otras por deleite gastronómico–, lo que mayor demanda tenía eran las vísceras.

La carta que Hans Castorp, el héroe romántico de La Montaña Mágica de Thomas Mann, le escribe a Madame Chauchat, es una descripción exaltada casi que de un menú para gourmets sin zalamerías frente al colesterol:
“¡Déjame sentir el olor de la piel de tu rótula, bajo la cual la ingeniosa cápsula articular segrega su aceite resbaladizo! ¡Déjame tocar devotamente con mi boca la “Arteria femoralis” que late en el fondo del muslo y que se divide, más abajo, en las dos arterias de la tibia! ¡Déjame sentir la exhalación de tus poros...”.

A Luis Suárez lo que corresponde aplicarle es un tratamiento médico para sanarle esa anomalía prohibida por la civilización, y parece que no por la naturaleza más remota. De modo que no es justo seguirse refiriendo a él como si se tratara de un monstruo.

En fin de cuentas ha permitido especular más sobre la historia humana que lo que ha inspirado los vulgares cabezazos, patadas y codazos del resto de los futbolistas.
 Por Lisandro Duque Naranjo