Hace dos semanas el presidente Obama les
pidió a varios países, entre ellos Colombia, que acogieran, “en calidad de
refugiados y para que emprendieran una nueva vida”, a grupos pequeños de presos
de Guantánamo que deben ser liberados por no existir pruebas contra ellos, no
obstante haber sido capturados hace 13 años. Los prisioneros son 150 —al
comienzo fueron 900—, y se encuentran allí desde el episodio de las Torres
Gemelas, cuando Bush los cazó indiscriminadamente en distintos países, los
torturó y finalmente los dejó botados como desechos en esa prisión.
El presidente Mujica de Uruguay fue el primer
presidente en dar respuesta al pedido, y de inmediato envió a Guantánamo una
comisión que, luego de dialogar con distintos cautivos, escogió a seis de ellos
a los que les ofreció el refugio uruguayo para que se instalaran allí y
diseñaran su futura existencia con sus familias.
La actitud del gobierno colombiano frente al
asunto, en cambio, ha sido desganada. A nuestra canciller no le causa prisa la
circunstancia infeliz de esos presos. Consultado Juan Lozano sobre el tema,
dijo que “en nuestras cárceles ya hay demasiado hacinamiento como para meterles
más presos”. Este señor no se ha dado cuenta todavía que el pedido de Obama
—bastante tardío, por lo demás— es para que esos ciudadanos lleguen aquí a
disfrutar de la libertad, pues en Estados Unidos no les permiten vivir y además
a ellos les debe dar pánico instalarse allá. En algunos foros virtuales de por
estos lados, más de uno, que se siente muy gringo, dijo que “a esa plaga
islámica” no teníamos por qué recibirla en Colombia, como si este país fuera un
premio. En cuanto a la candidata Marta Lucía Ramírez, recomendó no aceptar a
nadie que venga de esa prisión pues “podría resultar siendo de Al Qaeda”.
Cuando ni la justicia estadounidense pudo, después de 13 años, demostrar esa
sospecha, nuestra doctora la atraviesa de nuevo para impedir darles abrigo a
esos inocentes. Esa es la caridad católica, que ni en plena Cuaresma se
conmueve con esa comunidad perseguida. De modo que de nada se pierden, señores,
no arrancando para acá. Búsquense más bien una patria decente.
Hay un automatismo punitivo que se expresa
sin pudor y se siente muy a sus anchas en los medios. A un pésimo exministro,
pero tal vez peor ciudadano, Juan Gabriel Uribe, se le hacía agua la boca esta
semana diciendo, a través de Hora 20, que al muchacho que le arrojó ácido en la
cara a la joven Natalia Ponce de León, “debería aplicársele la ley del talión”.
Ninguno de los panelistas le brincó y la directora mucho menos, como si el
requisito del programa fuera no pensar mucho. Luego pasaban a otro tema, por
ejemplo el de las negociaciones en La Habana, y mientras alguien decía que “las
Farc tal por cual”, el señor Uribe reaparecía con su cantinela: “a ese tipo hay
que regarle ácido en la cara”. Y así, hasta el final. No lo hace mal como
perturbado este exministro. O dejémoslo en inculto a secas.
Al día siguiente, en Blu Radio, el abogado
Abelardo de la Espriella, la conciencia jurídica de la farándula, refiriéndose
al mismo acusado, decía: “esa bestia”. Y entre más hablaba, más adjetivos se le
ocurrían: “esa porquería”, “ese monstruo”, etc. Concluida la entrevista, Héctor
Riveros comentó que ese lenguaje no le parecía adecuado, y Felipe Zuleta le
saltó a la yugular reclamándole como un hooligan: “¿y entonces cómo se le
dice?: ¿señor?, ¿caballero...?”. Hombre, tampoco. Basta con decirle “el
agresor”, o “el sindicado”, y ya. Es lo que espera uno como radioyente, pues se
supone que frente a un micrófono debe haber gente calificada, con análisis
juiciosos. Porque de lo contrario es preferible ponerse a ver Laura en América.
Por, Lisandro Duque Naranjo
Imagen, tomada de Google.