Cuando entré a estudiar a la Universidad
Nacional, en el año 1969, Francisco Posada Díaz era un intelectual cuya
producción bibliográfica suscitaba grandes debates entre la izquierda
académica, que era la que mandaba la parada en la vida cultural de Bogotá.
No alcancé, infortunadamente, a ser alumno
suyo, ni amigo, pero a él se refería uno, con confianza, como “Pachoposada”,
pues se lo advertía muy cálido —no obstante ser el decano de Ciencias Humanas—,
departiendo con la base estudiantil en esas cafeterías que humeaban con las
primicias teóricas de Marx, Mariátegui, Althusser, Levy Strauss, Foucault, y
pare de contar en esa pléyade de estrellas del saber cuyos libros se
mimeografiaban para distribuirse y que cada vez más lectores entendieran el
enredo de la sociedad.
Tenían gran demanda también, entre la
muchachada universitaria, los textos de Darío Mesa, Estanislao Zuleta, Mario
Arrubla y Nicolás Buenaventura. De Pacho Posada brillaban sus ensayos sobre el
Movimiento Comunero, sobre el Arte en Colombia y sobre la Violencia, temas a
los que les fundó ángulos inéditos y por lo tanto imprescindibles de
consultarse hoy en día. Igualmente era prolífico en reflexiones sobre
sicoanálisis y existencialismo, que desgranó en artículos para revistas
especializadas, incluyendo la dirigida por él mismo: Tierra Firme.
Pacho Posada se murió a los 36 años, en el
71, de un cáncer fulminante. No se usaba mucho la muerte natural en ese tiempo
—igual que ahora—, de modo que la suya estuvo exenta de ese componente épico
que suele volcar a los lectores a la revisión póstuma de la obra del
desaparecido.
María Cristina Posada, para celebrarle a
Pacho los 80 años que hubiera cumplido en este 2014 —de los que dejó los
últimos 44 sin vivir—, lleva un mundo de meses deshaciendo los pasos de su
hermano, rescatando los originales de cuanto escribió, visitando los lugares
por donde trasegó, consultando con quienes fueron sus alumnos y colegas, y
luego de ese recorrido ha logrado eso que ahora se llama “resignificar” la obra
de este intelectual precoz, sin la cual se nos quedaría incompleta la
comprensión de la sensibilidad del siglo XX.
***
La bolsa de Carulla o la vida
Esta semana, cuatro atracadores se tomaron el
Carulla de Pablo VI, y salieron del lugar con el realizo del establecimiento y
la plata de varios clientes, casi en las narices del CAI del mismo barrio, que
queda a media cuadra, y cuyos uniformados llegaron a la escena del delito media
hora después.
Confieso que de haber formado parte de los
asaltados, esa tardanza de la autoridad me hubiera causado alivio. Primero,
porque hoy en día es poco lo que suele llevar la gente como plata de bolsillo,
pues ese tipo de compras se hacen con tarjeta, y segundo, porque me asusta la
eventualidad de que uniformados “eficientes y oportunos” propicien un tiroteo
del que salga uno, en el mejor de los casos, herido, a manera de víctima
colateral de una “hazaña” en la que la policía sale heroizada en el altar de la
seguridad. A mí que me envuelvan esos desenlaces.
La pregunta que me hago, sin embargo, no es
simplemente por qué los policías llegan tan tarde, sino por qué los asaltantes,
sabiendo que la autoridad está ahí pegada, no se inhiben de proceder con tanta
holgura.
Pero hay que entender que otras actividades,
las de orden estético, le impiden a la fuerza pública estar más atenta a la
prevención, como lo demuestran sus brigadas por embellecer, con un gris
optimista, los muros urbanos, preferiblemente encima de los grafitis que hacen
esos muchachos rarísimos que le comen cuento a la vida y a la memoria, dos
vainas prohibidas. También está muy ocupada la policía acompañando, e incluso
cargándoles los tarros de pintura, a los cabezas rapadas que promueven un
Tercer Reich en Bogotá, una cosa cosmopolita, con águilas bravas y svásticas de
caché, muy de moda.
Por: Lisandro Duque Naranjo
Imagen, tomada de redes sociales