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“Las repúblicas independientes”

 

Texto de  Lisandro Duque Naranjo

Es posible que de personajes como Pablo Emilio Guarín, Javier Delgado y Hernando Pizarro —incluidos en la lista de seis personas que el partido FARC reconoció haberles dado muerte—, muchos hayamos pensado, cuando se conocieron las noticias de sus asesinatos (Guarín, 1987; Pizarro, 1995; Delgado, 2002), que la autoría intelectual y física correspondía a la organización guerrillera ahora desmovilizada. El primero, por “pacificador” del Magdalena Medio, y los dos últimos por fundadores del Ricardo Franco (masacre de Tacueyó). En cuanto a Landazábal (1998) y Chucho Bejarano (1999), siempre me transé por la leyenda urbana, auspiciada por los medios, sobre todo Semana, de que los atentados contra sus vidas se debieron a una previsión de mandos militares de la ultraderecha para silenciarlos a propósito de lo que pudieran declarar en un juicio por la tentativa de golpe de Estado contra el gobierno de Samper Pizano. Lo de Álvaro Gómez Hurtado (1995), en cambio, se atribuyó en los mentideros políticos a que este jefe conservador “les sacó la mano” a los golpistas a última hora, dejándolos montados en la vacaloca. Esta conjetura —que debió rumorearse en Palacio— bastaría para suponer que Samper Pizano tenía más motivos de agradecimiento que de odio con Gómez Hurtado, a diferencia de lo que cree la familia de este, empecinada en considerarlo culpable junto a Horacio Serpa. En esta colada, AUV quiere involucrar a Ramiro Bejarano, columnista de El Espectador. No encajan, obviamente, esas piezas tan a la bartola, y menos ahora que la FARC se ha autoatribuido los atentados.

Sobre Chucho, cuando lo mataron, escribí para El Espectador una crónica titulada “Si me matan, me joden”. Así era su humor. Fui su amigo y estuve con él pocos días antes de que lo mataran, y recuerdo que me contó, muy preocupado, que lo iban a echar de la SAC (Sociedad de Agricultores de Colombia) —de la que era presidente— “por no haber ido al homenaje que los gremios le hicieron a Rito Alejo del Río y al general Millán”, del que fue oferente AUV. Pero ese lado cívico de su conducta no le impidió ser un crítico severo del proceso del Caguán, de lo que las Farc, que ya habían lidiado con él en Caracas y Tlaxcala, tomaron nota. En junio lo despidieron de la SAC y en septiembre ocurrió su asesinato. De puro capcioso he mirado ahora la página web de la SAC, y excluyeron su nombre de la lista de presidentes de esa organización gremial. En realidad, ya muerto, Chucho quedó “jodido” en su ambigüedad. Su equidistancia ideológica lo hizo ser prescindible, en su trabajo, para un gremio de terratenientes, y en su vida, para una organización guerrillera. No se podía ser un hombre notable —creo que aquí sigue siendo así— y apuntarse en vida a opciones tan disímiles.

Mientras tanto, la familia de Gómez Hurtado y el propio Gobierno siguen necesitando que su victimario sea Samper. Que por plata, dicen, aunque cuesta creerlo, y así les toque exonerar a las Farc, que son confesas. A estas, en cambio, les reservan delitos menos políticos con los que pronto volverán a la carga. Y hasta quieren meter a Piedad Córdoba a la cárcel, “por omisión de denuncia”, como si la primicia no la hubiera dado hace años José Obdulio, en El Tiempo. Un cuento viejo, lo que pasa es que la gente no leía a José Obdulio. Pero más antigua aún fue la memoria de Marulanda, quien en el 95 no había logrado olvidarse de lo ocurrido en el 64.