Texto de Lisandro Duque Naranjo
Así lo sentí y así lo digo: por supuesto que
tanto la llegada de la minga a Bogotá, como su pernoctada en Cali y su paso por
Armenia, Calarcá y Soacha podían ser un factor de expansión del contagio de
COVID-19. También, las movilizaciones de no indígenas, convocadas para el 21 en
varias ciudades del país. Evidentemente se puso en el nervio de las
preocupaciones el dilema ese, casi metafísico, incluso nihilista, de la vida o
la dignidad, de la enfermedad o la política. Y los contestatarios se
decidieron, claro que con tapaboca, por la dignidad y la política. Pero la toma
de las calles no fue propiamente el caos de un día sin IVA. Por el contrario,
fueron dos jornadas —lunes y miércoles— contenidas, si es que eso puede decirse
de la imagen épica de los indígenas trepados en los techos de las “chivas” con
sus músicas, plumas, bastones de mando y trajes coloridos en alto,
derrochándole estética vernácula a esta capital flemática. Pudo haberle mermado
temor al bichito del murciélago el hecho de que gente muy sonada —Trump, Uribe,
Barbosa, la señora “Charito”—, parece haber incorporado la enfermedad como un
adorno de campaña, algo inofensivo. En efecto, a ellos, el coronavirus que
supuestamente los afectó ni los tiró a la cama ni les produjo los desastres
corporales y psicológicos que cuenta Héctor Abad Faciolince que padeció su
hermana mayor, o que en un texto abrumador narra el magistrado del Consejo
Electoral Guillermo Pérez, con quien el COVID-19 se ensañó en serio. No, el
contagio que afectó a los mandamases fue una modalidad exprés, muy light —ahí
sí una verdadera “gripita”—, de la que se recuperaron sospechosamente rápido.
Quizá para vanagloriarse de su invencibilidad física y, en el caso de la
senadora Guerra, para volver irremediablemente virtuales las sesiones del
Congreso. Mejor dicho, falsos positivos, que en eso son expertos los cuatro.
“Pacientes” como estos incentivan el descuido frente a la pandemia.
Buena la pregunta de Gustavo Petro al
presidente del Congreso, Arturo Char: “¿En
el caso de encontrarse un infectado en alguna sucursal de las tiendas Olímpica,
usted pondría en cuarentena todo el establecimiento, tal y como lo hizo con la
sede del Poder Legislativo?”. Regular como actriz, ya en la sesión virtual
del Senado, María del Rosario Guerra participó en la plenitud de su aparato
respiratorio. Ni una tos de cortesía. Y uno armando cadenas de oración para
salvarla de las inclemencias de la UCI.
Ya entrados en la minga, podría decirse que si
no actuaron los tales “vándalos” fue porque la policía, que es la que los lleva
e incita, estuvo a distancia. Le tocó al Gobierno replegarse, pues había
bastante vigilancia internacional. Además, la autoridad armada le tiene pánico
a la guardia indígena, que es muy brava con esas armas simbólicas que empuña.
En la vida real, por fin, tuve el regocijo de que ganaran los “indios”, lo que
de niño no me fue dado cuando veía películas de vaqueros que masacraban a los
sioux, los navajos y los apaches.
***
“Lo que no borró el desierto”, libro de Diana
López Zuleta, es un relato sobre cómo esta joven, hija de Luis López Peralta,
una víctima de Kiko Gómez en Barrancas, Cesar, en 1997, desenmascaró al asesino
de su padre y logró hacerlo encarcelar 16 años después. Entre sus virtudes
literarias, está el hecho de ser un thriller.