En un país
donde el matrimonio dejó de ser oficialmente sacramental, en vista de que se
institucionalizaron ya el enlace civil y el divorcio, tal vez sea sólo
impresentable, aunque no ilegal, el nombramiento de Rubén Darío Lizarralde como
ministro de Agricultura, si se tiene en cuenta que del mismo gabinete forma
parte su exesposa, la doctora María Fernanda Campo, como ministra de Educación.
Debía ser muy
importante para el presidente otorgar ese cargo, si se tienen en cuenta los
riesgos que corría. Uno de ellos es que entre esa expareja existe una monogamia
económica mucho más nociva, o casi igual, que la que se desprendería del hecho
de que fueran marido y mujer hasta que la muerte los separe. Por la sencilla
razón de que ambos ya echaron raíces de palma africana en su relación, y uno de
sus hijos es un “agroempresario” (lo dijo el propio muchacho en reportaje para
Semana), en tierras “compradas” de igual forma a las de sus padres, es decir,
sin acatar la Ley 160 de 1994, que las destina para campesinos reales y no para
empresarios urbanos. Inevitable, pues, imaginárselos como esos forasteros que
llegan a zonas remotas con ropa de safari —comprada en tiendas tipo “Banana
Republics” o “Coronel Tapiocca”–, abanicándose con sus sombreros de corcho y
palmoteándose la cara para destripar los zancudos. Malcriaron al pelado, qué
vaina. En cuanto a la ahora expareja ministerial, ya venía deformada
ancestralmente, desde cuando supuso —sin equivocarse de a mucho, al menos en
tiempos pasados—, que para los de su caché el país era pan comido. Ya no tanto,
pues la gente se ha vuelto contestona.
El hecho es que
ya asumidos por separado, ninguno de los dos tiene los reflejos que estos
tiempos les reclaman a los ministerios que desempeñan. La doctora Campo, por
ejemplo, maneja el tema educativo —magisterio, universidades públicas,
investigación en Colciencias— con mentalidad de Cámara de Comercio. Centavea
mucho, como si la educación fuera un asunto de mostrador. En cuanto a
Lizarralde, apenas se posesionó, confesó de una que convertiría en norma de
gobierno la clase de relaciones rurales que hasta la víspera agenció desde
Indupalma. Es decir, el modelo Carimagua–Urrutia–Riopaila, un verdadero eje del
mal. Claro que después dijo que en lo que tuviera que ver con su gremio, se
inhabilitaría. Entenderá él ese enredo. Y el país agrario, que la semana
inmediatamente anterior a ese nombramiento se había salido de quicio, se quedó
mirando para el techo.
Esta semana,
Pablo Valencia Iragorri, un empresario aéreo, fue denunciado por el congresista
Wilson Arias como adjudicatario irregular, a través del Incoder, de 3.800
hectáreas de baldíos promisorios del Vichada. Esas tierras, vuelve y juega,
aunque están previstas “por la Ley 160 de 1994, bla, bla, bla”, se encuentran
ahora en manos de la empresa “Agro Elbita S.A.S.”, conformada por sobrinos y
primos del nuevo ministro del Interior, Aurelio Iragorri Valencia. Otro caso de
familias urbanas en acción, muy ricas ellas, y con buena vara en el gabinete.
Entrevistado por una emisora, Pablo Valencia Iragorri dijo: “Lo que pasa es que
iba volando, y cuando vi esas tierras allá abajo, quise tenerlas para llevar a
sus pobladores brigadas de salud. ¡Y cómo gozábamos llevando hasta allá
enfermeros!”. Un avión el hombre.
Después de eso
a uno le parece bastante venial que el presidente, haciendo de Cupido, haya
nombrado como embajador en París a Federico Renjifo —un buena vida cuya gestión
ministerial no se sabe cuál fue—, para que estuviera cerca de su novia,
Catalina Crane, a quien le dio el cargo de embajadora en la Unesco.
Por: Lisandro Duque Naranjo