Siempre me he preguntado si los ataúdes de los difuntos destinados a cremación son sometidos al fuego también.

Las ceremonias fúnebres, no obstante el ánimo severo que imponen, no están exentas de ofrecer situaciones que a veces agravan más aún el dramatismo, y que en otras —que por fortuna al finado no le importan— son afectadas por circunstancias ridículas. Cuando murió Chejov, por ejemplo, su catafalco llegó a su pueblo en tren, con la mala suerte de que en otro vagón llegaban también los restos de un general zarista. El resultado fue que al escritor le rindieron honores guerreros y al general le exaltaron sus prosas. Cada cual tuvo como elegía lo que más había odiado en su vida. En la película Impunity, de Juan José Lozano y Hollman Morris, hay una escena desgarradora e irónica: varias madres, en peregrinación religiosa, llevan las urnas con los huesos de sus hijos —encontrados en fosas comunes después de años de búsqueda—, hasta los osarios en donde por fin podrán inhumarlos para siempre y saber dónde están para llevarles oraciones. Lo que no se esperaban era que las benditas urnas no cupieran en las bóvedas, por la poca altura con que se construyeron éstas por las autoridades. Esos tugurios póstumos debieron inspirarlos quienes alegan que la reparación a las víctimas es inviable o al menos debe hacerse barata. Las señoras, sin embargo, arrancaron de sus bisagras las altas tapas y volteándolas cubrieron las urnas, dejando los forros de seda hacia arriba.
Hace años me afectó mucho llegar al velorio de un amigo y encontrarme con que sus familiares pedían una ayuda económica para los gastos del entierro. Como no alcanzó a completarse la colecta, y para que el cadáver no se quedara empeñado en la funeraria, se nos ocurrió llevarlo al cementerio en un jeep al que, no obstante haberle extendido la tapa trasera, le sobraban unos treinta centímetros de ataúd que quedaban al aire. Varios amigos, entonces, para hacer contrapeso, tuvimos que sentarnos encima del extremo de arriba del cajón, no fuera que algún brinco de la vía terminara botando el cadáver a la calle. Un policía de Tránsito detuvo el cortejo y nos obligó a poner un trapo rojo que indicara “carga larga”, según sus propias palabras. Nos exoneró de comparendo, nos dio el pésame y siguió de largo en su moto. Cumplimos la orden con una bayetilla mugrosa de aceite que apenas arrancamos comenzó a tremolar. Como el finado era un agitador popular, le atribuimos a ese chiro al viento un carácter épico.
Desde entonces, cuando me ofrecen seguros de exequias no vacilo en comprarlos. Como tengo varios, de distintas empresas, ahora lo que temo es que, al devolver el regalo de la vida, me pase igual que con mis cuotas ya pagadas al ISS, que no me reconoce mis aportes dizque porque soy multiafiliado a otras recaudadoras que tampoco me pagan. Toco madera para que no me dejen insepulto o me entierren varias veces.