Buscar este blog

La lección de la peste

Texto de Lisandro Duque Naranjo

La pandemia del COVID-19 es apenas un campanazo, del que dice el teórico portugués Boaventura de Sousa Santos, que marca el verdadero comienzo del siglo XXI. Estamos, pues, en el año cero del tercer milenio y de todo lo que viene. Tranquiliza mucho ese pálpito y no porque creamos que de ahora en adelante los horrores del siglo XX serán irrepetibles, sino porque, debidamente procesados estos últimos en su dimensión (guerras, hiperexplotación, deterioro del planeta, etc.), la pandemia permite estrenar cuaderno con otro tipo de conjeturas, no menos dramáticas, pero quizá más alentadoras.

    Aunque en medio de los padecimientos que la pandemia ha causado a la humanidad —desempleo, pobreza súbita para clases sociales que se habían acomodado a una precariedad medianamente soportable y reducción a condiciones aún más desamparadas para quienes ya habían sobrellevado una existencia siempre miserable, etc.—, es evidente que el momento actual ha clausurado la eventualidad de que se retorne a la sospechosa “normalidad” de antes de marzo de 2020. Basta esta certeza para hacer más patéticos los esfuerzos —y aterrizo de una vez en este país, aunque la alarma es universal— de un Gobierno que sigue procediendo como si apenas estuviéramos atravesando por una “gripiña”. Es natural, pues si quien ejerce eso llamado presidencia no estaba ni siquiera preparado para el statu quo prepandémico, menos pudiera esperarse de él la imaginación que reclama esta anomalía terminal.

     Dice Boaventura de Sousa que “el ser humano es apenas el 0,01 % de los seres vivos del planeta”. Yo agregaría que sin duda este Homo sapiens no clasificaba para ser “el primogénito entre las especies”, lo que sería, a futuro, una equivocación de dios. Y lo ha demostrado con creces al ignorar que la naturaleza es una unidad en la que lo cognitivo debe pactar su sobrevivencia con el resto de lo vivo. Es cierto que hubo tiempos más holgados en los que la cultura transgredió la naturaleza, tumbando montes para construir ciudades y carreteras. Pero después de milenios, cuando la cultura conspiró contra sí misma —lo que era inevitable y ocurrió a tiempo— para construir la civilización, se olvidó de lo natural y perdió la umbilicalidad con lo vernáculo de que era producto. Comenzó a deforestar, a correr la frontera agrícola, a matar para hacerse a más tierras, a maltratar la roca para encontrar los fósiles que le permitieran embutir con plásticos las narices de las ballenas y llenar de grandes superficies las ciudades para tentar con objetos prescindibles a quienes renunciaron a ser ciudadanos para mutarse en ese monstruo llamado consumidor. Arrasó el paraíso perdido, que ahora pretende recuperar a través de casas de campo dominicales. O yéndose a pueblos pequeños, siempre y cuando tengan wifi y acceso a Netflix. Pero esto no basta.

       El modelo neoliberal e incluso algunas formas de capitalismo que se las dan de compasivas hace rato que no dan más que problemas al género humano. Y terminarán extinguiéndolo. Curioso que haya tenido que ser una pandemia —que, por supuesto, es apenas un prólogo de otras peores, si no se frena en seco— la que de súbito logró lo que tantas insurrecciones y marchas no alcanzaron. Quizá sea el tiempo de que estas atiendan el llamado de la peste, para que la humanidad se alivie.