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La Policía declara la guerra


Texto de Lisandro Duque Naranjo

¿Hubiera sido posible que algún otro episodio reciente, indignante y anterior del Gobierno causara una reacción colectiva de dimensiones superiores a las que se vivieron el miércoles y el jueves de la semana anterior, con motivo del crimen de que fue víctima el abogado Javier Ordóñez en Bogotá? Difícil, porque todavía estábamos contritos y paralizados ante el silencio que se nos impuso frente al atroz asesinato de cinco adolescentes que habían incursionado, de manera furtiva, al cañaduzal de Llano Verde en Cali. Allí se metieron esos “ladrones” para chuparles el jugo a tres o cuatro tallos de ese cultivo “ajeno”. Los autores de esa masacre contaron con la anuencia de unos policías y tenían instrucciones patronales de aleccionar a los próximos intrusos con machetazos ejemplares. La “propiedad” es sagrada. Pongo en duda que haya algo fortuito en la sevicia con que se han ejercido estos crímenes: recién comenzada la pandemia, y sin ser clarividente, advertí en esta misma columna que el escalamiento de este tipo de violencia oficial sería un modelo pedagógico para que la gente se fuera acostumbrando a la brutalidad.

Aunque todavía no hay augurios de poscuarentena —y peor aun cuando la haya—, ya transcurridos seis meses de miseria en las cocinas de los indefensos, al régimen no le sobra intimidar, con cualquier pretexto —como el que les sirvió a los dos psicópatas para causarle una lenta agonía y a la vista pública al abogado Ordóñez—, a quien mire de frente, reclame respeto en el trato o exija un mendrugo para sobrevivir, insolencias que no puede admitir un Estado herido por los peores presagios. Por eso los policías, atomizados en grupos de a 50, en motos, asolaron de una las localidades más remotas disparando a quien se atravesara y desobedeciendo las órdenes de contención de quien supuestamente los gobierna, la Alcaldía, por ejemplo. Es que ellos reciben órdenes de más arriba. En Bogotá hay un golpe. Y desde su catedral de El Ubérrimo, un convicto dicta las órdenes de guerra. Pero hay algo nuevo que venía insinuándose hace rato: la gente les ha perdido el miedo. Y prende fuego a aquello que de repente los inspira, por simbolizar poder: los CAI, bancos e, infortunadamente, transmilenios. La próxima embestida será con blindados. Entre tanto, habrá más cadáveres. Ya ni se captura.

Hay quienes piden moderación a la muchedumbre, que por favor no incurra en “vandalismos” y que se espere hasta las elecciones. ¿Se aguantarán tanto tiempo quietos la Policía y los del CD, que son los de la iniciativa? ¿Los CAI y los bancos importan más que los 14 muertos que ni El Tiempo incluyó en su titular? ¿Y los 66 heridos? Que hablen con el propio a ver si les para bolas.


Álvaro Vásquez del Real. A los 99 años expiró un histórico del Partido Comunista. Humanista a la manera clásica, rotundo con su verbo y su pluma ácida, que contrastaban con su melena blanca como de un busto sonriente de Beethoven. Vivió a tope la dramática segunda mitad del siglo XX y buena parte de este milenio, formando legiones que le llevaron la contraria al establecimiento vetusto que ahora pareciera entrar en su ocaso. Mi pésame a sus hijos mayores, Rafael, Luz, Clara y Celmira, y a su segunda hornada, Alejandra y Camila, fruto ellas de su matrimonio de 50 años con Victoria, la entrañable Mona Villegas de los tiempos intensos de la U. N.