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Jaime Garzón


Un texto de  Lisandro Duque Naranjo

Se conmemoró el día 13 de agosto el 21 aniversario del asesinato de Jaime Garzón, en un año mucho más cabalístico que la ficha carcelaria de cualquier convicto: 1999. Sus muchos personajes  en vida -Nestor Elí, el portero del edificio Colombia, Dioselina, la cocinera de palacio, Inti de la Hoz, la reportera gomela, Heriberto de la Calle, el lustrabotas, De Francisco, el presentador del noticiero  "Quac", el generalote del "Quemando Central", y tantos otros-, fueron también acribillados en ese final de siglo XX. ¿Se imaginaron quienes dieron la orden de eliminarlo que con él se iría toda esa gente entrañable?. ¿Que aquello era un crimen múltiple, una masacre simbólica de criaturas de ficción con las que los colombianos se identificaban en mayor grado que con su escudo nacional?. Es probable  que sí, y que por eso mismo lo hubieran hecho, aunque determinar el exterminio de seres imaginarios es algo que reclama un sentido de la abstracción de la que probablemente carecían los criminales. Tal vez  iban solo por el gestor generoso de liberaciones de personas secuestradas en las llamadas pescas milagrosas. Y listo, ahí lo dejaron muerto, como si él fuera solo su cuerpo  y no la levadura que puesta al calor de un micrófono o de una cámara se crecía para desdoblarse en ciudadanos de fábula cuya oralidad y gestos eran el ethos de un país al que solo su chispa -al igual que la de otro grande del siglo XX, Gabriel García Márquez, en otro género-, alcanzaron a aproximar a lo descifrable.  Arrojar a Jaime Garzón a un hueco de cementerio fue lo mismo que botar una lámpara maravillosa  a un depósito de chatarra, solo que por fortuna la tecnología de ahora permite frotar el duende de YouTube y recuperar los fantasmas que su genio alcanzó a liberar antes de que lo abalearan. Ahí están, como mandados a hacer para la caricatura de país que Colombia sigue siendo 21 años después de que   los mediocres le suspendieran la vida a su creador.

A Jaime -le puedo decir así, con confianza,  porque así lo siento, aunque apenas una vez conversé con él y fue muy breve-, hay que referirse con palabras mayores, como el talento superior de finales del milenio anterior. Lo de siglo XX le queda chiquito, salvo por el medio   en que se desempeñó, la televisión. En ésta hizo ochas y panochas, rompió todos los umbrales. Le sobraba tanto humor que tuvo que redistribuirlo entre muchos héroes populares que se sacaba de debajo de la manga, cada uno con la oralidad y gestualidad propias de su oficio,  fruto de la observación aguda de su demiurgo. Cuando quiero retirarle la confianza a este país, lo que me salva de volverme apátrida en el último instante es que recuerdo que aquí nacieron Gabo y Jaime Garzón. Es la mejor copia que se me ocurre de la frase de Woody Allen cuando respondió así a la pregunta de si el siglo XX, tan violento,  sí mereció haber sido vivido: "Yo no puedo hablar mal de un siglo en el que nació Groucho Marx".

Garzón fue abatido ocho años antes de que se pusieran en boga las selfies y las cámaras de reportería individual, 8 antes de que existiera Twiter, 9 años antes de que existiera Facebook,  13 antes de que entraran en apogeo las redes sociales. No quiero imaginarme qué locuras hubiera hecho este hombre con toda esa tecnología. Lo cierto es que anticipadamente fue viral, trending topic. Lo decente es seguir echándolo de menos. Nos lo perdimos, problema nuestro.