Un texto de Lisandro Duque Naranjo
Hace rato caí en la cuenta
de que los videos que menudean en las redes sociales sobre agresiones físicas
de la Policía a vendedores ambulantes, personas en condición de discapacidad,
ancianos, niños, mujeres, etc., no adquieren el carácter de denuncia, sino, por
el contrario, de amplificación del episodio de violencia que se ofrece a la
cámara y que sin duda forma parte del proyecto de intimidación del Estado
contra la sociedad civil. Para que la gente tenga claro el escarmiento que le
espera cuando se manifieste en uso de sus derechos, el de la supervivencia por
ejemplo, en cualquier época, pero sobre todo en este tiempo de pandemia. Esos
camarógrafos voyeristas, supuestamente “críticos”, que desde sus ventanas
“denuncian” los atropellos a la gente frágil, en realidad lo que hacen, algunos
tal vez de buena fe, es trabajarle gratis al aparato oficial de comunicaciones
del Gobierno, y en particular a esa oficialidad de la Policía y el Ejército,
que tienen muy claro que los excesos de sus subordinados contarán siempre con
la presencia de un espontáneo que hará el registro de sus crueldades. Es casi
más indignante esa pasividad del videasta que cuchichea su reprobación desde la
ventana, que la vejación misma que le infligen, abajo en el andén, al indefenso
vendedor de aguacates al que le destripan su mercancía. Yo les creería a esos
filmadores solo si por lo menos alzaran la voz para repudiar aquello de lo que
son testigos. Y me resulta fácil imaginarme a los chafarotes animando a sus
patrulleros en las comisarías: “¡Duro con esos informales, para que aprendan!”,
y a sus jefes de comunicaciones: “¡Esa platica para promover la limpieza de las
calles nos la ahorramos, que para eso hay harto sapo en las ventanas!”. La
prueba de que esos ensañamientos son puestas en escena deliberadas para que
tengan tiempo de accionar sus cámaras los fisgones, por entre las cortinas y
las persianas, es la parsimonia con que los agentes se inspiran en sus
ultrajes. Todo un modelo pedagógico para que la sociedad se acostumbre a la
brutalidad.
Ya en cuanto al anciano
que por poco ahorcan, desde luego no me extraña. El fascismo odia a los
débiles, a los viejos, a los enfermos, a los indígenas y, últimamente, hasta a
los mariachis que ahora se rebuscan en pleno día llevándoles serenatas
rancheras a los confinados.
Creo que mi cuarentena
personal lleva fácilmente seis meses. Algo voluntario a causa del mucho trabajo
y la poca nostalgia de calle. Pero desde cuando el presidente, para “cuidarme”
por mi condición de “abuelito”, decidió darme casa por cárcel, estoy que me
salgo, y más de una vez lo he hecho en solitario sin utilizar el pretexto de la
mascota. Digamos que para provocar. Quizá no tanto por tomar aire externo o
estirar los músculos, sino por estricta indignación y por una desobediencia
genética. Y aún no he sido tratado por nadie como si fuera un médico, que según
entiendo no cargo el COVID-19 para infectar a nadie, sino que podría ser
apestado por alguien si dejo que se me arrime mucho. Así que guardo las
distancias, algo ancestral en mí. Y por supuesto me moriría humillado, y casi
que mereciendo el encierro, si junto a otros septuagenarios no me diera esta
pandemia tiempo para reunirme en un plantón a exigir respeto. Así que
hagámosle, para no llegar al final arrepentidos. Acepto propuestas.