Pocas veces, o casi nunca, en la historia
electoral de Colombia se había expresado un espectro tan amplio de adhesión a
una causa política, por parte de fuerzas de la intelectualidad y del arte, como
el que se gestó esta semana, espontáneamente, a favor de la candidatura
presidencial de Gustavo Petro y de su fórmula Ángela María Robledo. Difícil
clasificar ideológicamente el listado de personalidades, de adentro y afuera
del país, que desde todas las disciplinas e idiomas (filósofos, cineastas,
escritores, académicos, columnistas, líderes étnicos, un candidato presidencial
de Francia y un premio Nobel que es el más querido por los lectores del mundo,
J.M. Koetzee), se han impuesto el compromiso moral de llevar a la victoria a la
Colombia Humana. Ese unanimismo súbito de quienes habitualmente se rehúsan al
consenso se inspiró en el pánico que les suscita la mayoría de los que rodean
al candidato del establecimiento, dignas promesas de una república
delincuencial.
Pero también ayudó esa buena conexión con la
muchedumbre que demostró Petro, sin discursos grandilocuentes, muy por el
contrario abundantes en austeras disertaciones: sobre la fatalidad de las
sociedades dependientes de los combustibles fósiles, sobre las diferencias
entre producir valores vegetales y parasitar de la minería extractiva, sobre la
obligación de aplicarnos todos al cuidado del agua y a consentirla en las
alturas de los páramos. También, al aprovechamiento del sol para mover las
máquinas, al respeto por las opciones sexuales diversas, a la prioridad ética,
alimentaria y de salud que se merecen los niños, al amor por los animales, a lo
vejatorio que para la condición humana es la destinación de tantas tierras
ociosas solo para que pasten vacas solitarias, etc., etc. Dos horas por cada
plaza llena, seis por tres pueblos al día que lo esperaban colmados. Fueron
meses intensos por el altiplano, las dos costas, el Eje Cafetero, el Cauca
indígena y el otro, las sabanas de Córdoba. Se le metió al rancho al
“presidente eterno” en Montería, y las gentes se subían a los postes para
poderlo ver. La gobernadora del Valle le trancó las puertas del Hospital
Universitario el sábado, pero la multitud le echó travesía tomándose una avenida.
Los alcaldes de Medellín y de Cúcuta le cerraron sus plazas con policías
bravos, y él tuvo que aparecérseles por otra parte, como esos cueros tiesos que
los pisan por una punta y se levantan por la otra. En Cúcuta le dispararon,
simultáneamente, francotiradores que le dibujaron tres telarañas a los vidrios
de su automóvil blindado: una en el parabrisas, otra en el vidrio trasero y, la
que hubiera sido más letal, en la ventanilla de su asiento, donde la bala dejó
una marca redonda de plomo derretido. Trasteó entonces su manifestación de
miles a la escalera del hotel, desde donde solo el silencio de la multitud
permitió escuchar su voz afónica, que varias veces tuvo que usar para decirle
al dueño que se calmara, que fresco, que ya se iba para no seguir estorbándole
el ingreso de sus huéspedes. Petro reinauguró el ágora que estuvo desierta
durante 30 años. Estuvo épico. De sus discursos, generosos en primicias
reflexivas, comenzaron a sacar sobrados teóricos los otros candidatos para
lograr alguna química con sus audiencias.
Le ha tocado a Petro un destino que ojalá el
próximo domingo no le quede grande al país.
Por | Lisandro Duque Naranjo