Hará si mucho nueve años —que fue cuando empezaron a existir las redes
sociales, pues hasta entonces estábamos en el paleolítico de internet— que las
noticias sobre lo inesperado eran algo de lo que uno se enteraba sólo en
diferido. Las cosas habían ocurrido ya cuando se sabía de ellas. Ahora no: el
episodio de Las Ramblas, en Barcelona, se vio en todo el mundo cuando las
víctimas del furgón, salvo aquellas que quedaron muertas al instante, trataban,
todavía en el suelo, de caer en cuenta de qué era lo que las había atropellado.
Las más remotas veredas del planeta ya conocían el hecho mientras el conductor
de ese vehículo letal apenas lo abandonaba para fugarse. Era simple cuestión de
esperar a que el homicida al volante recorriera tres o cuatro cuadras para que
las miles de cámaras empezaran a registrar la devastación que había dejado a su
paso.
Una señora colombiana, por estar en un vuelo
doméstico, había desconectado su iPhone durante una hora, y ya aterrizada,
cuando lo prendió —y mientras al resto de pasajeros también se les iluminaba el
rostro estupefacto con la luz lechosa de sus pantallas, como si ya en tierra,
por todo el avión, se escuchara un concierto de xilófonos—, encontró un mensaje
de su hijo, que vive en Barcelona, quien le decía por WhatsApp: “Fresca, mamá,
estaba cerca pero no me pasó nada. Hay gente tirada en el suelo, heridos y gritos”.
Obviamente, enterarse de qué riesgo había salido ileso su hijo le fue fácil,
pues su celular también temblaba y campaneaba repleto de mensajes preguntándole
por el muchacho, pero también de videos mostrando el reguero de personas
ensangrentadas, algunas quietas ya para siempre, y de quioscos de souvenires
desparramados, carteras botadas y zapatos sueltos por ahí sin sus dueños.
En los dos días siguientes, uno dormía y en
la duermevela miraba de reojo el celular en la mesa de noche. El aparatico ese,
que cabe en el bolsillo de la camisa, se relamía de la vibración y de la
urgencia por revelar que otros jóvenes estaban hundiendo cuchillos al azar a
transeúntes en Finlandia, Francia, Rusia, y que otro carro embestía a
parroquianos en Australia...
Ya habrá tiempo para conjeturar sobre por qué
algunos islámicos radicales expresan de esa forma su rabia contra ciudades de
Occidente. Y no tiene misterio saber cuál es el viento que, dos o tres días
antes, hinchó las velas de los neonazis en Charlottesville para agredir a
quienes se les atravesaran, que fueron bastantes y se organizaron
espontáneamente, y contra los cuales un muchacho del KKK aventó un carro
encima, de frente y en reversa, causando varias víctimas.
Inevitable especular —aunque suene ya a lugar
común— sobre los efectos culturales y políticos a propósito de lo instantánea
que se ha vuelto la apropiación de los acontecimientos en cualquier parte del
mundo. Cada episodio planetario, bello, trivial o trágico, se está viviendo en
tiempo real. Y como los vuelos viven atestados, son muchos ya los habitantes de
cualquier parte para quienes las sedes de esos dramas les resultan conocidas y
para nada exóticas. Eso está bien. No obstante, lo local no se ha acabado
todavía. Y la expansión noticiosa no forzosamente nos hace universales. A lo
máximo, internacionales o cosmopolitas, pues lo distante también es provincia.
Qué pequeñez la del mundo.
Por:
Lisandro Duque Naranjo