Decía Álvaro Uribe, en un discurso en Madrid
(España, no Cundinamarca) que en el plebiscito del 2 de octubre de 2016, en el que ganó el NO, “el pueblo colombiano derrotó al mundo”.
Es cierto: ni la ONU, ni Obama, ni el papa, ni la Unión Europea, ni la OEA, ni
Santos, ni el centro, ni el centro-izquierda, ni la izquierda, nadie, mejor
dicho, logró convencer a ese electorado adverso frente al tema de la paz que le ganó al SÍ por una diferencia exigua. Esa certeza de soledad respecto al resto del planeta, en
tema tan trágico, no debiera ser motivo
de orgullo, aunque sea una costumbre en
esta república.
La llamada globalización, aparte de servir
para universalizar la información y traer a cada país los privilegios de la
tecnología, también está expandiendo por el orbe la rusticidad de algunas
regiones inexpugnables culturalmente. El brexit, semejante provincianada, es
una prueba reina. Y también lo es la supervivencia del imaginario del far west
en dos tercios del territorio de los EE. UU. Allí, todo el mundo carga su
fierro, y se siente un Jesse James o un Buffalo Bill de la era digital. La
aldea global se municipaliza, y no tendría nada de raro que John Calzones logre
en una capital europea (o española, por lo del idioma) fanáticos como los que
lo aclaman en Yopal. Qué paradoja que la hipermodernidad no dé la talla para
superar la parroquia: Trump recorre cinco países europeos en una semana —la
OTAN, el G7, la Unión Europea—, y en cada uno pronuncia discursos estrictamente
concebidos para su electorado de Misisipi. Y el jefe del Centro Democrático
utiliza una tribuna en Madrid para envalentonar a sus huestes de Titiribí con
el cuento de que “el pueblo colombiano derrotó al mundo”. Como si la guerra
fuera Mariana Pajón. Y como si los votantes por el NO fueran samuráis, sectas
belicosas que se baten con los enemigos, y no una mano de feligreses de clase
media que máximo disparan likes en Facebook a cuantas posverdades les envían,
desde centros de poder informáticos, cuatreros en serie y acaparadores de tierras,
para mantenerlos “enverracados” y muertos del susto.
No le iría al señor Uribe, sin embargo, tan
bien como en Madrid —en ese aséptico auditorio del PP— si acaso va al Chocó, o
a la Macarena, o a cualquier lugar de Colombia donde el pueblo le dijo SÍ a la
paz.
No estaba Santos amenazando cuando dijo que
si el plebiscito no se ganaba la guerra se vendría a las ciudades. Lo que hizo
fue advertir un efecto posible si acaso los colombianos derrotaban al mundo e
incluso a sí mismos. Ya dejadas las armas por las Farc, y expresada la voluntad
de sus miembros por “pasar de la crítica de las armas al arma de la crítica”,
cualquier tentativa de hacer trizas el acuerdo de paz tendrá respuestas
previsibles, con las que las Farc no tendrán nada que ver. A ellos que los
esculquen.
Y así como los citadinos fueron indolentes
frente al cese de la guerra, porque ésta ocurría en el campo, los habitantes
rurales, si mucho, se apiadarán de lo peligrosas que se han vuelto las
ciudades. Y las caravanas democráticas que antaño se armaban para que el
personal urbano visitara sus fincas invertirán sus rutas para que las gentes
del campo conozcan los grandes centros comerciales militarizados y vacíos.
Por |
Lisandro Duque Naranjo