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Lucha de clases ejecutiva

Se quejaba Gustavo Duncan, en una columna reciente, de que Jesús Santrich hubiera hecho un viaje nacional en clase ejecutiva de Avianca. Ya había repudiado antes, “por razones éticas”, que la gente de izquierda usara prendas de marca —Fidel, Adidas; Petro, Ferragamo; Timochenko, Reebook—, pero esta vez le dio a la silla preferencial que utilizó Santrich en ese vuelo el carácter de un premio al que el guerrillero no tendría derecho todavía. Que porque sigue sin consumarse plenamente la dejación de armas, o porque la comodidad para viajar no estaba en la agenda que se discutió en La Habana. Quizá si Santrich hubiera hecho el trayecto Bogotá–B/quilla–Bogotá en Expreso Brasilia las Farc habrían honrado su voluntad de paz “sin descararse tanto”. Por la manera como sobrevalora la clase ejecutiva, casi que el columnista da a entender que viajar en clase turista es un castigo adecuado digno de considerarse por la JEP para evitar la impunidad. Yo, que soy asiduo ocupante de esa clase —no sé cuál será el caso de Duncan—, no lo veo tan dramático, ni siquiera cuando no me toca ventanilla.

Jesús Santrich tiene todo el derecho a escoger la silla en que viaja, así como la Universidad del Atlántico, que fue la anfitriona de su antiguo alumno, hizo bien en adquirírsela confortable. El dirigente fariano, o cualquiera del Secretariado, más de una vez debe haberse acomodado en el área de turistas, y posiblemente la propia empresa aérea les habrá pedido que se trasladen a la zona VIP. Por una razón elemental: porque se trata de personalidades públicas bastante identificables a las que debe protegerse del asedio previsible que puede darse en ese espacio rígido en el que va más de un centenar de pasajeros. Es, pues, un problema de seguridad personal, para el que bastaría recordar el atentado a Carlos Pizarro. Pero también de seguridad aeronáutica, pues la romería de curiosos puede descompensar el peso de la nave y causar sustos. Incluso a Santrich, habiendo viajado en silla ejecutiva, no le faltaron paparazzis uribistas —que divulgaron fotos por redes sociales—, especulando que llevaba en la cabeza una “microcámara de espionaje”, cuando en realidad se trata de un adminículo de nanotecnología con el que este insurgente en transición a la lucha política legal corrige deficiencias visuales que lo afectan hace años.

Estoy por creer que son ciertas las alarmas del Centro Democrático y de las iglesias de galpón, en el sentido de que las Farc van punteando en la guerra de posiciones mediáticas. De allí que entienda la desesperación con que tratan de impedir que comparezcan ante diferentes auditorios, como ocurrió este fin de semana con Iván Márquez y un delegado del Eln, a quienes Lizcano y Pinto —apellidos como de empresa de demoliciones— les negaron la entrada al Capitolio Nacional a clausurar el Congreso de Paz, evento que terminó trasteándose y siendo más festivo y solar en la Plaza de Bolívar. Y con sillas Rimax, de clase turista.

Además, hay lugares más propicios, como la Feria del Libro, que este fin de semana las Farc se tomaron para palabrear, con lleno hasta las banderas. Y las universidades. Lugares donde no se consigue un feligrés de Arrázola ni un uribista que no estén por allá íngrimos.

Por: Lisandro Duque Naranjo