En
sus Antimemorias, André Malraux cuenta una escena de la que fue testigo en
China, durante la guerra con el Japón en 1938: en una aldea destruida por las
bombas, vio a unos niños afuera de su casa, riéndose mientras miraban hacia
adentro por el pedazo de ventana que aún quedaba en pie. Malraux se acercó a
curiosear qué era lo que causaba esa risa, y distinguió, entre los escombros,
el cadáver de una mujer que, según esos niños, era su mamá.
El
escritor nunca entendió que en circunstancia tan trágica se produjera esa
reacción, y se limitó a consignar la anécdota en su libro.
Debe
haber algún estudio que explique esas conductas inusitadas, y me gustaría
conocerlo para entender por qué ocurren también con tanta frecuencia en
Colombia.
Hace
mucho ya, en la década de los 70, vi en la Cinemateca una película suiza
excelente, titulada El inventor. Contaba la historia de un campesino suizo de
los años 40, quien, para superar las dificultades de tracción del arado de su
yunta de bueyes, que se clavaba en el lodo frenando a los animales, se ingenió
en sus soledades una rueda con piezas de madera articuladas, lo que le permitió
darle fluidez a su trabajo y al de sus vecinos, con quienes compartió su
invento. Éstos, entusiasmados, lo animaron para que presentara su creación en
Berna y le sacara patente. E hicieron una colecta para enviarlo a esa ciudad,
en lo que era el primer viaje de su vida. Y llegó allí por la noche, se instaló
en un hotelito y se fue luego a un cine a saciar su curiosidad por ver —también
por primera vez— una película. Y no pudo cumplir ese sueño, porque el noticiero
mostró notas sobre la guerra, ilustradas con tomas de los tanques de guerra
alemanes, cuyas ruedas de oruga habían sido fabricadas con el mismo principio
de piezas articuladas, solo que en metal, del invento que él llevaría al día
siguiente a patentar. El campesino, obviamente, tuvo la certeza de que se le
habían adelantado, de que había perdido el viaje, y salió deprimido de la sala
emprendiendo el regreso a su aldea.
Ese
es el momento del clímax de la película El inventor. “Ahí es —nos lo dijo el
director a varias personas durante una tertulia después de la proyección—,
donde el público de unos 20 países se ha conmovido casi hasta las lágrimas.
Pero aquí en Colombia todo el mundo soltó la risa, no entiendo, no entiendo,
qué público extraño éste”, concluyó, entre atónito e irritado, un poco antes de
perdérsenos de repente, supongo que yéndose a Berna.
Me
ha ocurrido a mí a veces, con escenas de mis películas, o incluso con algunas
de estas columnas, en las que, pretendiendo enternecer, causo más bien rabia, o
risa, y viceversa. Mientras se me ocurre algo mejor, asumiré eso como una
virtud, aunque lo dudo.
Estuve
en la premier de La mujer del animal, de Víctor Gaviria, en Medellín, y oí
algunas risas por allá, en la sala. Me acordé de los niños de Malraux. Después,
ya cuando el coctel en el lobby, ni comprendí ni soporté que a los espectadores
se les ocurriera tomarse selfis o saludarse con piquitos. Y me volé,
estremecido y derrotado, igual que el campesino aquel de Suiza. Me pudo la
realidad de la película, pero prefiero eso a haberla evadido, como hicieron
muchos. Esto aquí no da sino para Disney.
Por: Lisandro Duque Naranjo